Stories (ES)

Carlos Quintana

Carlos Quintana, o la verdad en pintura

Por François Vallée

Lo que intento traducirle es más misterioso que todo.

Se enmaraña en las propias raíces del ser,

en la fuente de la impalpable sensación.

Paul Cézanne

En los años 1980, el mercado del arte se vio anegado por la pintura, hasta tal punto que se terminó desconsiderándola y volvió a surgir, como en múltiples ocasiones durante el siglo XX, en circunstancias históricas diferentes y de la misma manera gregaria, la idea de que la pintura era un modo de creación anticuado, arcaico, hasta reaccionario, que ya no tenía futuro, que estaba acabado, sustituido por producciones cuya característica era, según Barthes, agotar su necesidad inmediatamente después de haberlas contemplado por no haber en ellas ninguna duración contemplativa o deleitable. Carlos Quintana, quien inició su trayectoria artística en aquella década, siempre ha combatido esta idea de la muerte o decrepitud de la pintura, su obra se ha desarrollado en una lucha incesante por afirmarla, defenderla y proponer una reflexión crucial sobre el estatuto del medio pictórico en una sociedad que ya no parece querer celebrar su autoridad ni su permanencia. En cada etapa de su carrera, estableciendo cada una de sus posturas, animando cada una de sus ficciones, desenrollando el hilo de sus narraciones, ordenando sus objetos de culto, la pintura siempre ha estado ahí, en el centro. Carlos Quintana forma parte de una generación de artistas que atestigua la vitalidad de la pintura pero no desacralizándola o vaciándola de cualquier trascendencia o ideología como el irónico Sigmar Polke, o rebajándola al rango de técnica para liberarla de una misión superior y abrirla a otras posibilidades ajenas a lo irracional, como el analista Gerhard Richter, sino reivindicando su capacidad expresiva, su vigor y su resonancia. A su voz personal, a su suprema extrañeza, se conjuga la voz impersonal, inmemorial, de la pintura. Pintar es su vida, su vida es pintar, el resto es gesticulación.

¿Acaso es posible creer seriamente en la muerte de la pintura, cuando desde la prehistoria el pintor vierte en imágenes los mitos, las creencias, la historia, la experiencia humana, las verdades más profundas y, al hacerlo, se adueña del universo entero y se funde a él en una unidad primera? ¿Es posible olvidar que ella es un lugar donde se condensan las ficciones que fundan nuestros valores, que es la expresión tangible de nuestras aspiraciones intangibles? ¿Es válido considerar que la pintura no está basada en los conceptos y que no atestigua el compromiso de un individuo? La obra de Carlos Quintana responde a estas preguntas y propone una síntesis magistral de los designios del acto de pintar que equivale a cernir, revelar y proyectar la interioridad, captar fuerzas en la sensación colorante, explorar las profundidades de nuestra cultura, celebrar el enigma y la irradiación de la visibilidad, sondear el hecho pictórico y perseguir la indagación de la pintura como verdadero real absoluto. Quintana extrae sus referencias de la historia de la pintura que le sirve de trasfondo, de préstamo explícito o implícito, y la recapitula, retoma su curso, prosigue su legado, colocándose en su continuidad. Sabe que la flor del arte sólo puede brotar donde el humus es espeso, que hace falta mucha historia para producir un poco de pintura… Su obra garantiza no sólo la capacidad de invento, de singularidad y de independencia de la pintura a la cual está apegado por encima de todo, sino que le proporciona también la fuerza de resistencia ante una modernidad que perpetúa, ante un pasado recobrado. Este recurso no implica una vuelta al pasado, sino el alcance de una posibilidad que la pintura contiene. En este sentido, Quintana no actúa de manera diferente a los pintores del Renacimiento cuando absorbían de la Antigüedad, como en una amplia reserva de formas, figuras cuyo sentido original desviaban reutilizándolas (así, las ménades antiguas acabaron en santas católicas). Carlos Quintana, mirando desde el arte prehistórico hasta Baselitz, pasando por Giotto, Bellini, Dürer, El Bosco, Brueghel, El Greco, Rubens, Velázquez, Rembrandt, Goya, Courbet, Van Gogh, Cézanne, Bonnard, Schiele, Picasso, Beckmann, Dix, Carlos Enríquez, Francis Bacon… prolonga ese momento de la pintura en que desaparece toda significación que no pase por lo visible e impulsa, de cierta manera, un virtuosismo inexplorado de ese momento.

A André Malraux le gustaba hacer competir las obras del presente con los grandes signos del pasado. Quintana organiza este combate en el interior de sus telas pero, lejos de exponerse a una derrota, demuestra que es uno de los pocos artistas contemporáneos que puede lograr acoger en ellas la luz de lo intemporal, los reflejos movientes de la cultura atávica universal: Europa, Latinoamérica, el Caribe, Asia, África se inscriben en sus obras llenas de figuras pero también y sobre todo de la esencialidad de sus espiritualidades, pues Quintana no busca, como muchos, lo que hace falta pintar o algo que pintar, sino que pretende inexorablemente elevar su pintura hacia un campo de resonancias. En cada una de sus obras parece jugarse el destino de toda la pintura que hasta el final procurará enaltecer. Su quehacer artístico se asemeja a la mística experimental de volver a los orígenes, a los gérmenes mismos de la creación, restablecer una relación mágica con las formas y con los colores, recobrar los sortilegios de la pintura que da cuerpo a la esencia secreta de las cosas, reencontrar la necesidad del arte como única fuerza de resistencia en una sociedad, la nuestra, donde se le asimila a un producto corriente de consumo, donde el mercantilismo especulativo y la mediatización complaciente lo invaden todo y donde la experiencia interior va desapareciendo para dar lugar a la estupidez magistral.

Por eso, en el secreto de su taller, se lanza a la búsqueda de un nuevo acercamiento a la creación con la convicción de que para llegar a la meta hace falta sumergirse por completo en la propia materia de sus pinturas o dibujos. Es siempre la pintura la que Quintana quiere poner en evidencia, a imagen de Rembrandt en sus autorretratos donde la magia pictórica le da a la imagen una potencia icónica sobrecogedora. Entre sus manos cada pintura se convierte en un organismo de componentes misteriosos, un organismo vivo, el cuadro vibra, irradia, se modifica, nacen figuras animadas de una pétrea inmutabilidad, formas flotantes, singulares, inéditas, hechas de chorreos, de salpicaduras, de manchas, de improntas… Luego afloran los colores, se extienden, se esparcen, se dilatan y mezclan los acordes más suaves con los más discordantes en una efervescencia cromática pasmosa.

Quintana se esmera en que la amalgama de colores, formas y contenidos no retengan estridencia alguna, ni del tubo de óleo, manipulado sin cesar, ni tampoco del mundo que le descubre la tela colgada de la pared, esta vertical de silencio y de pura nada que atrapa al garete el roce de los pinceles entre dos tonos, en el cruce de los brochazos, en las cadencias forzadas del brazo catalizador: toda esta batalla campal por proyectar luz en nuestros abismos, alcanzar la armonía, extraer el silencio y detener el tiempo. Quintana encarna la predicación rimbaldiana del artista visionario que está conectado a la energía del mundo para hacer del color una fuerza y del trazo el cercado de un campo magnético. Muestra que la pintura no ha muerto, constituye una herramienta moderna capaz de aclarar realidades extra-temporales con lo que hace su fuerza: la fijeza y el silencio, opuestos al flujo locuaz de las imágenes televisuales. La primacía de lo visible pasa por un amasijo de color y de materia, fondos que son espacios en formación, imágenes mentales, fantasías o visiones oníricas (Quintana sabe que sólo disponemos de la realidad de nuestros sueños en las imágenes), caos de donde emergen figuras flotantes cuya memoria guarda la pintura.

Quintana es un pintor de flujos y de desbordamientos, pues nada puede permanecer en su lugar en esta pintura, ni las materias, ni los colores, ni las figuras, ni los soportes… todo está patas arriba y lo que capta lo adquiere por el centro de su visión intuitiva, sabe, como Otto Dix, que el pintor es el ojo del mundo, enseña a los hombres a ver, a ver lo esencial, y también lo que hay detrás de las cosas. Quintana desajusta la dialéctica impuesta de la abstracción y de la figuración, su supuesto antagonismo, no escoge un campo antes que otro, deja que se diluyan, que se junten, que se contaminen estos dos regímenes pictóricos cuya fusión materializa aquí una espiritualidad y hasta una transcendencia. La alucinación en Carlos Quintana es hermana de la fantasmagoría: ambas concurren en alejar su pintura de los caminos trazados que oscilan desde el siglo XX entre figuración y abstracción. La pintura de Quintana (la de un hombre que se hizo solo, un independiente irreductible, un francotirador inclasificable que no aprendió a pintar, sino que supo hacerlo mirando y aplicando, lo que pinta es lo que le va enseñando lo que busca) celebra el carnaval de la pintura, instaura un gai savoir visual, una potencia emotiva que trastoca y descarría las jerarquías entre la forma y el sentido, la pintura y el dibujo, el arte culto y el arte popular. Mantiene vivo el espíritu de la pintura de los grandes artistas que lo precedieron, pero sin devoción, no por su autoridad, sino por su potencial subversivo.

¿De dónde vienen estos personajes, estas cabezas, estas calaveras, estos animales y plantas en suspenso, hieráticos, extáticos, gravitantes, evanescentes, absortos? ¿De dónde vienen estas epifanías atmosféricas, estas puestas en escena rituales y sacrales? ¿De Cuba? ¿De África? ¿De Europa? ¿De Asia? ¿De los sueños? ¿De las profundidades fantásticas de la pintura? No lo sabemos y nos fascinan. Quintana, este otro hechicero niño de la tribu, respondería con Rimbaud: Quise decir lo que ahí dice, literalmente y en todos los sentidos. Esta exposición de elementos de una liturgia personal y auténtica, la magia que invoca, está vinculada con las manifestaciones postreras del primitivismo en el siglo XX y esta nueva versión hubiese podido ser nombrada por Victor Brauner, este otro pintor de mitologías y de imágenes, El fin y el principio. Pocas pinturas como la suya ilustra este mundo donde lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable dejan de ser percibidos contradictoriamente y están inextricablemente unidos como el día a la noche o la vida a la muerte. Mundo mítico, cosmos mitológico nutrido por la fe, su obra es la materialización de visiones, las visiones de un iniciado, un místico que se afana, incansablemente, por salvar el mundo resucitándolo en un mundo más allá de la muerte, un espacio inalterable, una luz más allá de la sombra.

Quintana pinta o dibuja para hacerse Vidente, hechizar, invocar a los espíritus, curar, adivinar. Algunos pintores adornan. Otros interrogan. Este es el caso de Quintana cuya obra no constituye sólo un intento de figurar, sino una teología en forma de imágenes o de esculturas, un acto de fe. El arte es religión, la religión es arte. Sus figuras, sus personajes, sus esculturas, no son simples imitaciones de la naturaleza, sino la expresión gráfica de un pensamiento, no son objetos, adquieren una corporeidad, la corporeidad de lo espiritual, de lo sagrado. Son una encarnación. Los personajes que representa parecen ídolos intocables, divinidades que ocupan un lugar asignado jerárquicamente en un ceremonial. Estos ídolos son sus muertos que él dibuja o pinta en el papel o en el lienzo, los recompone para hacerlos renacer en estado de pintura. Sus telas son como un sudario en cuyo espesor viene a imprimirse el alma de los desaparecidos que encuentran ahí una morada y el descanso.

Nos imaginamos que su autor tardó al menos un mes para pintar una de estas grandes obras, pero él nos habla de unas horas, un día, o dos, tres a lo sumo… En realidad, una vida entera está condensada en estas pocas horas o días. No podemos imaginar lo que pasa en su cabeza durante ese tiempo ni el cansancio de sus brazos. Al igual que Rimbaud, superviviente de su temporada en el infierno y de viajes al final de sí mismo, Quintana ha tendido cuerdas de campanario a campanario, guirnaldas de ventana a ventana, cadenas de oro de estrella a estrella, y baila y tiene una energía física descomunal, pese a su flaqueza, con fuerza y avidez ataca la resistencia de la tela, de la materia, la profundidad del óleo, la rugosidad del carboncillo, y es esta vitalidad la que recibimos. Cada obra suya nace de una batalla larga, furiosa por encontrar una réplica a esta riqueza aplastante que es la vida, sondear el mundo de manera sensible y crear otro provisto de una sustancia distinta, un mundo sin límites que refuta aquel donde la lógica reduce cada cosa a la ordenación. La pintura, los dibujos, los realiza de pie frente a la pared o, si la acuarela requiere la horizontalidad de la disolución, los hace en el suelo, compulsivamente. Nada de caballete en su estudio. La pintura de Quintana es ante todo gesto, hálito, impulso vital. Un lienzo es una piel puesta en una superficie, Quintana la maltrata, la profana, la lacera para encontrar la carne abajo, esta carne del mundo de la que hablaba Merleau-Ponty.

Concibe la relación con la tela como un espacio mágico de mutación, a la vez como construcción y como destrucción, destruye para hacer surgir un nuevo orden y disolver la fijeza en una sustancia cálida y viva como el óleo. La obra de Quintana es ante todo una unión epidérmica, carnal con la pintura, una pintura que lleva su anatomía, su fisiología, su carne, su sangre, su saliva, su salud, su carácter, su personalidad… para él la pintura se asemeja al erotismo, la quiere físicamente, siempre trabaja sus figuras a través de la materialidad de la pintura a fin de introducirse mejor en ellas, apropiarse mejor de ellas, absorberlas, y a fin de que esta máquina deseante y sensible que es nuestra percepción sienta su pulsación incesante, subliminal, igual que el resonar apagado y presuroso del reloj envuelto en algodón del Corazón delator de Poe.

Su independencia es ejemplar: independencia de vida e independencia de trabajo. Quintana se mueve fuera del foco que se otorga el monopolio de la creatividad, nunca ha hecho esfuerzos particulares para seducir el mundo del arte a través de mundanidades sucesivas y oportunistas (el artista que piensa en los aplausos abdica) y ha sabido sortear naturalmente las categorizaciones, la fraseología y la estrategia episódica del medio artístico, sus transacciones político-financieras, dificultando así la tarea de los embalsamadores, los fabricantes de éxito, los pontífices de la negación estética, los iniciados superficiales y sus sierras… Al contrario, se ríe de ellos.

Después de todo, nada es más serio que la risa en Carlos Quintana, pertenece a su naturaleza propia y constituye el antídoto por excelencia contra el énfasis y la pretensión, dos escollos que amenazan permanentemente a cualquier artista. Este humor, este choteo, también lo despliega en sus obras, particularmente a través de la escritura. Puede ser vulgar o refinado, grosero o sutil, irónico o serio, grave o burlón, pero cualquiera que sea, le confiere a su universo una audacia, una gracia infrecuentes, ya que la pintura de Quintana nunca es demostrativa, es un flujo de materia, de imágenes, de palabras, una estructura narrativa que desafía incesantemente los raciocinios y las territorializaciones. Quintana es un alquimista de las formas y de los colores, sus cuadros se afirman por su ambición y su potencia pero conservando su capacidad inestimable de reírse de todo. No da lecciones, sino que guía al espectador sin que se dé cuenta a través de los arcanos de lo visible. El arte sólo puede tener un impacto si es ajeno a cualquier misión, a cualquier mensaje. El arte no da opiniones, es curiosidad, ternura, caridad, éxtasis, como decía Nabokov.

Para Quintana todo puede ser pintado, lo que se ve y lo que no se ve, de todas las formas y de todas las maneras, cree en la pintura como totalidad, como medio y fin. Todo debe hacerse pintura, esta operación dotada de un potencial conceptual masivo, de una superioridad probada a las otras formas de expresión artística, ya que es preciso mirarla verdaderamente, contemplarla, descifrarla y descodificarla. Representar es pensar, forma parte del campo mental. Quintana desarrolla un método atento y erudito basado en la invención de una iconografía y de una imaginería personales y no en un intento “ilusionista” de restituir las apariencias, dado que un arte sin presencia es pura decoración.

Hoy su obra ha cerrado un ciclo: sus trabajos más recientes nos dan el ejemplo de un abstracto recobrado más allá de un concreto (un sobrenaturalismo, decía Delacroix), una concepción total del espacio-color que impulsa su pintura hacia su camino más ancho y más auténtico. Quien haya seguido el recorrido artístico de Quintana no dejará de hallar una formidable coherencia en el conjunto de su obra que no ha cesado de explorar la complejidad de la creación como la de las culturas cultas y populares, interrogar la materia de lo pictórico y cuestionar la representación, es decir la relación distendida del motivo con su figuración pictórica. Ahí radica sin duda, para quien sabe y quiere mirar, la lección de esta obra inclasificable y suntuosamente ambigua que ensancha el campo de la imaginación y de la memoria del espectador, el cual pasa del estado de voyeur al de voyant (vidente), en la medida en que es llevado por la materia de su propia visión.

Carlos Quintana está sujeto a las pasiones visuales y es alérgico a la idea de que una obra pueda limitarse a un estilo. Como Whitman, es amplio y contiene multitudes… Sabe que la verdadera obra de arte está fuera de las leyes y las teorías, es un silencio, una oración que debe escapar a la conspiración del ruido. Su designio fundamental es ampliar el territorio del arte y buscar nuevas formas de expresión. Con Quintana, no se trata de modernismo o de primitivismo, no se trata de dibujo, de pintura, de escultura, sino de arte y, en consecuencia, de intensidades sensitivas, de pensamiento. Toda su obra es una reflexión sobre el arte. El arte como herramienta para aprehender y revelar, para captar fuerzas. El arte como mística, como sensualismo, como pensamiento figural, como concreción de sentimientos, como conciencia ensanchada del mundo, conciencia inclusivista de universalidad cargada de cierta religiosidad icónica, de un misticismo-histórico íntimamente trascendental y todavía puro.

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