Stories (ES)

Alan Manuel González

Gulliver atrapado en una botella

Por Suset Sánchez Sánchez

En Ciudadano Kane, el mítico filme de Orson Welles, la secuencia inicial muestra el momento del deceso del magnate, mientras de su mano inerte cae una bola de cristal que se precipita sobre el suelo y se rompe, desintegrándose en cientos de pedazos. Estos artilugios surgidos a inicios del siglo XIX, también conocidos como bolas de nieve, simbolizaban el ideal moderno de dominación del mundo, reproduciendo un modelo mimético a pequeña escala de paisajes urbanos y rurales o de monumentos. Estos objetos, devenidos en masiva producción de souvenir turístico kitsch, miniaturizan la realidad y eternizan la imagen de un lugar en un continuo presente donde nunca deja de nevar. Sin embargo, éstos son artefactos de consumo, marcados antropológica y culturalmente por la experiencia y la historia de vida de quien lo adquiere, como un gesto de memorabilia.

En una primera impresión, algunos de los hiperrealistas lienzos de Alan Manuel González parecieran estar construidos para atrapar la fascinación neocolonial omnívora y depredadora del turista de ocasión, que viaja en busca de los estereotipos e imágenes preconcebidas de Cuba: la ciudad en ruinas, la espontaneidad y jolgorio del habanero, los automóviles de los años cincuenta que resurgen como ave fénix de las manos hábiles e innovadoras de los mecánicos, quizás uno de los mejores ejemplos de la resiliencia persistente de la gente en la isla. Sin embargo, esa estrategia de seducción visual, no es más que un simulacro dispuesto para el ojo incauto y cómodo que no se esfuerza en la observación rigurosa de la pintura; un trompe l’oeil que persigue como en la fábula del “cazador cazado” a aquellos que como turistas a la búsqueda de un souvenir barato, solo anhelan la foto fácil y superficial que poner en circulación en sus redes sociales, sin que medie un mínimo compromiso de conocimiento con esa realidad otra que dejarán atrás al tomar el vuelo de retorno a sus casas.

Y no es que la obra de Alan Manuel niegue esas imágenes cliché que también tienen su parte de verdad, sino que bascula en un complicado equilibrio entre la cotidianidad de ese paisaje social costumbrista y un discurso crítico donde el tiempo se convierte en metáfora de una existencia que se abre paso en medio de la precariedad y las dificultades más acuciantes. Sus cuadros son cápsulas de esa controvertida y extrema realidad, fragmentos de vida contenidos en recipientes transparentes que nos dejan ver, pero nos impiden acercarnos más a lo representado. La fragilidad del vidrio, deviene aquí un símbolo de la propia debilidad de ese ecosistema sometido a una presión histórica, a una dilatada espera en la que el tiempo se ha detenido, como si se hubiese obstruido el fino embudo de un reloj de arena. La isla es entonces la imagen a la deriva de un naufragio, una geografía, un país, una nación, un pueblo atrapado en una botella. “La maldita circunstancia del agua por todas partes” que escribiría Virgilio Piñera en su inconmensurable La isla en Peso. Como en ese poema, desde las imágenes en las piezas de Alan Manuel quizás podemos escuchar cómo emerge un grito angustioso, desesperado: “¡Nadie puede salir, nadie puede salir!”.

Los personajes de estas escenas contenidas, encapsuladas, se pegan a veces al cristal y quieren llamar la atención del espectador, tal vez piden ayuda para escapar de su cautiverio (“Maravillado o Autorretrato a los 45”, 2017). Pero no se les escucha, el sonido no logra traspasar la hermética pared de esa “Burbuja Sorda”, como la llama su autor. Muchas veces esas figuras son autorretratos que se replican en continuos intentos de huida, ya sea trepando por el estilizado tronco de una palma real que crece en vertical hasta levantar la tapa de un litro de leche vacío (“El Escape” II, 2018); o empujando el corcho que cierra el extremo de un “Tubo de Ensayo” (2017) para poder evadirse de ese experimento arriesgado que ha sido el proyecto revolucionario cubano.

No obstante, en las obras más recientes de este artista han desaparecido los contenedores que constriñen la forma que habita en su interior. La metáfora líquida que recorre todo el trabajo de Alan Manuel ha roto las barreras que definían los miles de objetos de vidrio en los que se enclaustraba la realidad y la vida en la calle. Sus nuevas operaciones de sentido han redimensionado la tensión de esas frágiles estructuras al contener las nuevas alegorías visuales en burbujas líquidas a punto de estallar o de deformarse. No sé si Alan Manuel González ha leído al sociólogo Zygmunt Bauman, pero, sin dudas, su capacidad para observar el contexto social en la Cuba del presente y elaborar estos fluidos imaginarios no pueden ser más adecuados para describir, o al menos permitirnos intuir, las sinuosas latencias de la transición que sobrevendrá.

Dicen que la realidad supera con creces a la mejor de las ficciones. Por ello, ante estas escenas insólitas donde el diario bregar de los habitantes de la isla acontece con el agua literalmente por las rodillas, nos vienen a la memoria las dramáticas fotografías del país azotado por los huracanes e inundado por el mar que le rodea. Esa combinación perversa entre tiempo y espacio que se cierne sobre la isla y su –otra vez– maldita circunstancia, agudiza los estertores de una sociedad agotada por la historia que le ha llevado a transitar entre los siglos XX y XXI inmersa en una profunda crisis económica y política. En ese sentido, no deja de ser harto simbólica esa burbuja en la que un tiburón –que en una fábula encarnaría posiblemente el signo del capitalismo– arranca de un tajo el concepto de nación idealizado en la figura de la palma real; o aquella otra en la que un colibrí atrapa con su pico un billete de cien dólares.

“1959-2018” se lee en las matrículas o chapas -en cubano- de los vehículos antiguos que asoman en los cuadros de Alan Manuel. Vetustos medios en los que la gente se ha subido para atravesar lentamente el escenario de la historia nacional, hacinados en un concepto de lo colectivo que “hace aguas” en la actual coyuntura histórico-social. A sabiendas de que esa burbuja en la que hemos vivido sumergidos durante tantos años está perdiendo poco a poco su forma, se está diluyendo. Quizás la advertencia que hace esta pintura, que mira con el mayor realismo posible –tal vez con incertidumbre– el momento presente, llama a la responsabilidad que recae en nosotros, moradores de una ínsula en miniatura, una maqueta imperfecta que flota en una bola de cristal en el mar Caribe. Pues de nosotros mismos depende que la burbuja estalle y nos lance al vacío de una geopolítica hostil o que fluya hacia el cambio sin olvidar los valores que radican en lo bueno que conserva el ser humano. En cualquier caso, las obras de Alan Manuel devienen en relatos de esa espera en tensión, de la frágil frontera que separa a la isla, en tanto lugar idealizado en la imaginería política del siglo XX, del paisaje global circundante. Sus burbujas y arquitecturas de cristal son cronotopos en los que se narra en minúsculas la epopeya cotidiana nacional.

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