Ficciones de lo real
Por Liannys Lisset Peña Rodríguez
Creemos que solamente con mirar las pinturas de Alexis Pantoja ya sabremos nombrar todo lo que vemos; lo que leemos en “lo visible”. Ante ellas todo nos debe parecer ostensible y discernido: es esa confianza, sostiene Didi-Huberman, en el “adaequatio rei et intellectus” que no es más que la omnitraductibilidad de las imágenes. Con esa certeza de semiótica asegurada, Pantoja consigue que sus representaciones se mantengan en ese peligroso filo que, según Fernando Castro, separa y pone en contacto, lo maravilloso y lo banal; es en el límite que emerge lo singular donde el fulgor del placer y la vibración del concepto no son antagónicos.
“Todo comienza” en la idea; esa que surge antes, incluso que la imagen, en ese intervalo del peligro donde desaparece o puede quedarse para siempre. Luego el gesto manual: construir el soporte, graparlo a la estructura de madera, listo para imprimir en él las soluciones y que el pigmento se deslice sin el contratiempo de la porosidad. Al instante se abandona al dibujo: tanteo y error donde surge la forma, ruptura por la línea del vacío. Para finalmente concebir la escena: un tipo de estructura preconcebida, que el artista manipula a medida que se materializa.
Apreciar el misterio de estas imágenes implica no leerlas o explicarlas, sino observarlas. Ellas ponen en duda lo visible, con la manipulación de las estructuras y niveles pictóricos; que generan conflictos en la frágil frontera entre lo real y la ficción. Las escenas son creadas a partir de una sutil ironía, provocando al espectador. Todo está interconectado a través de objetos y personajes que parecen inofensivos y generan efectos “sorprendentes” en nuestra percepción visual e incitan a múltiples rupturas en su funcionalidad tradicional e influencia dentro de la escena. Liberado de su condición real el arquetipo se expande fuera del “sentido común”, para generar una visualidad absurda y a la vez simbólica; que se construye a base de metáforas incómodas, que rompen la lógica habitual; e inciden en los usos cognitivos de la comprensión y la construcción de los significados por parte del sujeto espectador.
Más que cuadros son imágenes-pensamiento, en virtud de las cuales el arte de pintar es el arte de pensar. Se advierte la presencia de ese pathos que forma relaciones continuas de asociación “sin límites” de lo real-ficticio. Las figuras retóricas insisten en la exploración de recursos desconocidos y la inagotable capacidad de creación del lenguaje visual: metáforas, paradojas, oxímorons, símiles al igual que los elementos de transición: ventanas, puertas, botes, aguas funcionan como recursos mediadores en un argumento visual que gusta de los desplazamientos y los quiebres, con el fin de obtener representaciones donde la mirada tenga que pensar de modo distinto al habitual y estimular el pensamiento crítico. Es también en el absurdo, el simbolismo metafísico, y cierto rejuego con los planos alegóricos magritteanos, junto a lo real maravilloso donde se sostiene ese complejo escenario “fuera de contexto”, con la finalidad de la extrañeza o la sensación de “lo oculto”.
El artista intenta poner al espectador en la situación de trazar, constantemente, una ruta diferente, aquella que le oriente hacia una posible respuesta acerca de la realidad: un tipo de imagen, como señala Hans Belting; que va más allá de un producto de la percepción; es el resultado de una simbolización tanto personal como colectiva.
Pantoja incita a la fabulación, hasta dar con el surgimiento de la verdadera escena, en ello participan el cielo y las aguas como espacios insondables; lo humano como especulación antropológica; el entorno como objeto teatral; pero todo sacado de contexto: se acerca a su naturaleza formal desde la vía descriptiva, que acapara la cerrada objetividad del significado y la identificación inmediata; y a la alegórica a través de la imagen y sus múltiples posibilidades, incoherencias y capacidad de asociación semiótica.
La (no)relación con un espacio insospechado activa el mecanismo reflexivo. Esa duda ante la ilógica-correspondencia entre contexto-objeto-sujeto, produce un choque entre dos realidades: la de la obra en su representación y la del propio sujeto que contempla dicha imagen. En ellas tanto el nivel inmediato; como el trascendental sostiene ese sentido de extrañamiento. Son epopeyas subjetivas en las que trata el universo a su manera; o anotaciones como tientos, arca de sus visiones, o la oportunidad de explorar los límites entre lo real y la ficción. Su cosmovisión imaginativa y profunda nos permite compartir la experiencia que tiene de lo visible.
Son “imágenes que exigen ser miradas”; que no esconden su naturaleza tradicional, se trata de una tela, una pintura. Estamos ante una simulación que nos recuerda que el mundo que se construye en lo pictórico corresponde totalmente a la ficción. Y que además; nos muestra la ruta habitual de la pintura, esa que señala David Barro puede hayamos olvidado: su complejidad, la intervención de la mano, el gesto, la fisicidad del ademán pictórico. Obras, como decía Magritte: como trampas para cazar miradas. Basta buscarla en alguno de sus puntos para precisamente verla desaparecer. La belleza se impone en un toque pictórico o rasgo dibujístico ligero, indescriptible, gesticulante, es precisamente ella quien abre esa ventana a lo maravilloso; traza los espacios y potencia el encuentro que marca simbólicamente la ruta de lo que salva: la pintura.