Magazine 32 (ES), Stories (ES)

Daylene Rodríguez

Aliento de una realidad samsārica

Por Yenny Hernández Valdés

Daylene Rodríguez (Matanzas, 1978) no solo es una de las fotógrafas contemporáneas con una carrera en ascenso y madurez en los últimos tiempos en Cuba, también es la “escorpiona” con mayor ímpetu, voluntad y carisma que conozco, condición astrológica que, estoy segura, es uno de los motores de arranque de su perseverancia y empeño en el espinoso mundo del arte. Su sed de crecimiento profesional y osadía la ha conducido por un camino de búsquedas y progresiones constantes, y es que ello es apreciable si observamos en retrospectiva, acaso en una línea del tiempo comenzando por allá por el 2006 hasta ahora mismo, cómo ella ha evolucionado y madurado su lente, su mirada, su objetivo, sin dejar a un lado un concepto macro que transversaliza su obra y que se desdobla en los padeceres del sujeto actual. 

Un plus interesante dentro de la carrera fotográfica de Daylene Rodríguez es la destreza que ha cultivado para congelar escenas verídicas, sin previos añadidos. Capta ese instante justo en el que, ante su ojo, se condensa lo crítico y lo emocional, donde sus personajes perpetuan la propia circunstancia que los envuelve y martiriza.

Y es que, precisamente, esa es otra constante en su obra: la condición humana en su acaecimiento diario. Daylene nos ofrece una fotografía de corte humanista y sociológica a través de la cual nos traduce, en clave semiótica, las vicisitudes del sujeto actual, las difíciles problemáticas que han marcado y marcan esa historia personal, resignados la mayoría de las veces a su destino y su realidad: una realidad samsārica1 en mi opinión, en la que nos identificamos o vemos reflejados desde algún punto de vista. De ahí también su gusto por la fotografía en blanco y negro, por ese dramatismo que logra acentuar a través de los altos contrastes, de las marcadas luces y sombras.

La artista insiste, desde la singularidad y la elegancia estética, en un tipo de imagen dramática y lírica al mismo tiempo; en capturar al individuo en entornos desoladores, vetustos, residuales tanto en el plano físico como espiritual. En ese sentido, ha enfocado su lente y su ojo en mostrarnos la cruzada diaria a la que se enfrentan sus protagonistas, el hálito de sobrevivencia ante la angustia, la desidia, el paso del tiempo, la soledad, el desamparo, la muerte… Nos sitúa en un punto álgido de sensibilidad, nos remueve los sentidos y la conciencia, nos sacude la indiferencia hacia los otros que muchas veces llegamos a sentir en medio de la vorágine del día a día.

Con Aliento de cenizas (2015) recrea, sin preámbulos ni maquillajes técnicos, el viaje de sus protagonistas en su punto otoñal. Parte del blanco y negro de sus escenas para capturar el gris que encierra en el alma el inevitable paso del tiempo. Pero no solo se conforma con tomar apenas algunas imágenes de los huéspedes que habitan los hogares de ancianos. Ella, con su característica intrepidez, va más allá y se adentra en la dinámica de esa convivencia; irrumpe en los vericuetos de la soledad, el desasosiego, el olvido, el abandono visceral en estos lugares, la tristeza en las miradas, el gélido aliento de la que puede ser la última respiración. No escatima en recursos expresivos para sacar afuera espíritus cansados, rostros derrotados por el tiempo infalible, cuerpos prestos a la suerte de la espera y el recuerdo. A ello le suma cristales rotos como dote y simbología de la destrucción personal que acarrea la soledad. Son estos sujetos una suerte de casa abandonada en la que se reflejan sus propios fantasmas, agolpados al interior de ojos grises y ausentes. 

Daylene Rodríguez recoge así historias personales en las que se entrevé la última luz del paso del tiempo en un sillón que balancea cuerpos curtidos y revueltos de memorias de aquello que fue y lo que pudo haber sido, de las derrotas y victorias pasadas. Aliento de cenizas es eso: un testimonio en plural; es el aliento último que muestra la mella, la erosión, los restos de una conversación fatigosa cara a cara con el olvido y la soledad. 

Pero también discursa desde la imagen en primera persona, y fue precisamente su búsqueda constante por conocer más sobre sus raíces y encontrarse a sí misma que desarrolló El mundo de Karoline (2020-2023) y Regreso a Turieno (2022), dos series que atesoran un mundo personal, colmadas de joyas íntimas desplegadas tanto en la añoranza como en el rescate de objetos y recuerdos. 

El mundo de Karoline deviene en la visualización del que fuera el día a día de la Daylene niña en los predios de la finca familiar donde creció en Matanzas, su ciudad natal. Esta vez, Karoline, la hija de su prima, llama la atención de la artista. Con cámara en mano, se inmiscuye en el ambiente familiar de la pequeña que despierta la memoria y convierte los recuerdos en momentos vívidos. Es este un viaje introspectivo a una infancia pasada pero alegre; remembranzas que convierten a esa persona madura en la niña de antaño que juega con el tiempo a través de la cámara, lo deshace en su concepto de constante universal, para empalmar dos mundos en un cúmulo de sensaciones en el que fuera el lugar de confluencias de cinco generaciones de féminas que han habitado y dejado huella en la finca familiar donde todo comenzó. 

Con esa premisa y la voluntad de búsqueda personal, Daylene “caminó” al pasado y llegó a la casa de su tatarabuela en España, en la localidad de Turieno, para sacudir el olvido del hogar-cuna de sus ancestros. Nació entonces Regreso a Turieno, ese lugar campestre y colorido donde Vicenta, su tátara, vivió antes de emigrar a Cuba. Escarbó entre las ruinas, rebuscó sus inicios, almidonó su propia historia, se encuadró a sí misma siendo parte del proceso, y perpetuó en blanco y negro su viaje a la nostalgia, su encuentro con aquello que quedaba a merced del tiempo y el abandono, donde pese al polvo, parecía que nada había cambiado: allí estaba la última botella, el espejo amigo, la tendedera donde la ropa húmeda ondeaba, la silla y mesa cuales testigos de las reuniones al final de la jornada o el desayuno matinal, una foto familiar ya sin nitidez, el balancín mecedor del descanso merecido. Allí seguía todo, sucio, corroído, convertido en caldo de cultivo emocional, testimonios de un tiempo pasado pero latente para la artista.

“Karoline” y “Turieno” se intersecan en emociones y simbologías. Constituyen la representación visual de dos dimensiones personales, de dos espacios-tiempos en los que la artista desdobló sus sensaciones y recuerdos durante ambos reencuentros. 

En su viajar creativo Daylene Rodríguez ha cultivado una línea estética en la que plasma detalles del alma humana para tocar fibra y conciencia. Paraliza nuestra mirada en sus obras con la maestría característica del ojo crítico pero sensible y captura escenas de una vida cotidiana completamente alejada de la dulzura y la simpatía, cuyos personajes están aderezados con la angustia típica de una realidad compleja y atormentada.

1 La palabra Samsāra proviene del sánscrito y significa pasar a través de diferentes estados. Es el ciclo del nacimiento, vida, muerte y encarnación en las tradiciones filosóficas de la India.

Daylene Rodríguez
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