Stories (ES)

Eduardo Lozano

Xilografías modernas de Eduardo Lozano

Antonio Eligio (Tonel)

En su itinerario, ya no tan breve, tocado por esa poca altisonancia de lo que marcha un tanto sumergido, la obra de Eduardo Lozano reverencia una noción del arte que me atrevería a calificar de moderna. Lo anoto sin ánimo  retrógrado; sin intención de colocar a este artista en la posición difícil del epígono que se aferra a los ecos de escuelas y momentos idos. No se trata de que imaginemos a Lozano en el Bateau Lavoir, codo a codo con Picasso, Fernande Olivier y Juan González, embadurnando telas, apurando ajenjos y desechando colillas, de Mis Blanche, el famosos cigarrillo egipcio. Lozano pinta en Lawton, y La Habana de hoy ¿Tendrá algo que permita confundirla con el Paris de 1904. La entrega enfebrecida al arte a un tipo de arte: la pintura; la confianza irreductible en un empeño: hacer la obra, son datos que conducen  a sugerir una empatía, una cierta comunión de espíritus, entre el pintor de Lawton y aquellos que hace un siglo fundaban en Monmartre, la saga del arte moderno.

Esa entrega, como acto de fe hacia la tarea creativa, en esta época en que tanto se habla de cinismo y de cínicos en el arte cubano, me lleva a recordar a Jorge Mañach su afirmación de que el “cinismo literario (y por extensión, el artístico) no es mas que pose y engaño”. Decía también el gran intelectual de Sagua la Grande: “el verdadero y riguroso cinismo (…) es la sinceridad llevada a la exageración”. Lozano, artista prolijo y persistente, estaría entonces entre los verdaderos, admirables cínicos: él ha sido sincero, tal vez con exageración, en su compromiso con la pintura. Su persistencia, algo desmesurada, ocurre a contrapelo de una que otra ingratitud, y no sólo de la predecible ingratitud de la pintura.

Para confirmar esa trayectoria de compromiso irrevocable, que se me antoja “modernista”, el artista se presenta hoy con una variante que en su tiempo sirvió de mucho a las carreras de los grandes vanguardistas: la obra gráfica. De una pintura estentórea, chirriante, a veces ácida, Lozano pasa a estas xilografías, también un poco ácidas, aún si se cubren con el vestuario suave de la nota costumbrista.

En sus grabados, tanto como en sus pinturas, Lozano apela al ademán expresionista, una convención que lo separa del costumbrismo apacible y descriptivo. Con frecuencia su dibujo es una línea lograda por incisión, línea blanca que hace aparecer estas escenas cual avatares nocturnos, súbitamente iluminados. Es como si toda esta obra estuviese afirmada en una cierta idea de lo oscuro, de lo que resulta en algo impenetrable. A ello se une la sugerencia de espacios desolados; entornos donde lo arquitectónico se retrae al máximo, se omite.

Son grabados que comportan una tristeza discreta, un aire como de lamento por aquello que siendo típico, puede ser también patético, y que además adivinamos como muy perecedero. Este es el caso de estampas que retratan tradiciones perdurables como La Lavandera, El piropo o El granizado, y también de otras en las cuales se ilustran costumbres mas actuales portadoras de una aflicción profunda (Al Ataque). El conjunto en su totalidad, incluso en aquellas obras de inspiración religiosa, va dominado por ese “entusiasmo romántico y paliducho que uno siempre lleva dentro”.

Lozano, que en sus pinturas anteriores llegó con frecuencia al borde de lo abstracto, da una vuelta en redondo para representar a los cubanos y las cubanas de la calle, a quienes retrata en unidad indivisible con su Santa Patrona, y con la Vía Crusis. Es otro esfuerzo del artista, sincero en el arte como en la vida, por compartir su impresión del mundo, según se ve desde Lawton. Estas obras no reclaman alabanza, no procuran admiración: la sensibilidad que las inspira, agradecida en su melancolía, solo requiere en pago gratitud.

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