Las epifanías de Enrique Alfonso
Por Maybel Martínez
En 1939 Fernando Ortiz, caracterizó por primera vez a la cultura cubana como un ajiaco. El sintagma constituye una de las metáforas posicionadas como definitorias para describir y caracterizar, a lo largo de los años, el escenario socio-cultural de la Isla. Este concepto, que repetimos ya desde niños miméticamente, asume la constante incorporación de nuevos elementos, en un proceso de enriquecimiento y en correlación con lo diverso y la pluralidad de fuentes. Pero la cultura contiene siempre una naturaleza didáctica que necesita actualizarse en función de sostenerse a sí misma, en este proceso son invisivilizados zonas culturales que fueran imprescindibles para nuestro ajiaco.
En estas oclusiones culturales los escenarios campesinos, los mitos y leyendas –tan estudiadas por Samuel Feijoo-, la música y otras formas culturales tienden a ser invisivilizados o convertidas en souvenirs históricos. Ese real maravilloso que otrora podía definir lo cubano, la vida cotidiana y el imaginario comienza a languidecer, al no poseer los sujetos una interacción o conocimiento con esas zonas culturales fronterizas. Es en estas grietas identitarias dónde se nutre la producción artística de Enrique Alfonso.
Su obra a grosso modo podría ser vista bajo la etiqueta costumbrista, que solo la encapsularía. Detrás de cada pieza hay una alegoría subyacente donde se conserva un apego vital a lo cotidiano construido a través de una extensa partitura de historias que se entrelazan. La voluntad narrativa de este autor, nos sitúa ante escenas atemporales en las que el individuo y sus relaciones, su día a día, son representadas desde lo intimista. Muchas de sus producciones describen más de un acontecimiento, empleando para ello el recurso de la pintura dentro de la pintura, elementos añadidos como apoyatura del tema central y que cierran el ciclo narratológico de la obra. En la mixtura de elementos simbólicos y su hibridación con la corporalidad de los personajes subyace algo más, que simples operatorias de reconocimiento, adición o inclusión. Sus obras se asientan en un carácter de retroalimentación que presupone espacios de entendimiento y rechazo. Un juego de miradas entre el interior y exterior de lo representado a partir del carácter lúdico de las piezas. Las situaciones expuestas están marcadas por una especie de magia, cuyo humor irónico y burlesco es un recurso para hablarnos de la naturaleza humana y sus múltiples matices.
Un cubano común que se extraña ante escenas sacadas de su contexto, con un aliento surrealista que integra zonas cultas y populares. Los personajes de Enrique parecen sacados de ilustraciones de fábulas. Sus ojos, son unos globos oculares gigantescos que recuerdan al estilo lowbrow y a Margaret Keane. Miradas que desbordan ternura y que al mismo tiempo son inquietantes, desafiando la proporción áurea. Miradas que pueden catalogarse de misteriosa o melancólicas, repletas de un enigmático misticismo. La frase archiconocida que define a los ojos como espejo del alma, en las obras de Enrique tiene mucho de verdad.
Su mirada es indisciplinada y se resiste a aceptar la realidad tal cual es, apelando a un modo de pensar y habitar el mundo que representa el caledoscopio social que somos. Lo irónico cobra sentido al desarmar el andamiaje falso que se encubre tras un disfraz aparentemente ingenuo y tierno. Hay en sus obras un aliento boteriano en el tratamiento de los volúmenes y espacios al trasformar el mundo conocido en otro, donde suceden cosas inverosímiles.
Sus obras no solo son para ser observadas por el espectador, ellas al mismo tiempo nos observan y cuestionan. Sus construcciones visuales no implican una negación, desconocimiento o desprecio por lo real sino una incorporación consciente de dónde el autor se sitúa como sujeto, un desprendimiento hacia lo propio. Un proceso de desestización donde subyace un mecanismo de resistencia ante el adoctrinamiento estético imperante. Un acto de repensar y reconstruir la homogeneidad impuesta en ciertas zonas de la praxis para expandir la visión narrativa de la obra y sus nexos con el espectador. La relación imagen/mirada como punto neurálgico entre el receptor y los códigos culturales, simbólicos, sociales que se manejan, desde el extrañamiento y lo lúdico para establecer los mecanismos de interpretación y deconstrucción de lo observado. Siguiendo la máxima que en muchos casos empleamos en nuestros diálogos coloquiales, de hay que saber mirar y mirar bien.