Regurgitador de incomodidades
Por Yenny Hernández Valdés
La obra del artista Ernesto Benítez (La Habana, 1971) requiere de una pausa, de un instante meditativo en medio de la vorágine del mundo contemporáneo para acercarnos a ella. Valga decir que Benítez nunca ha sido demasiado académico ni institucional. Es un artista que rehúsa de lo panfletario y de discursos melosos e insípidos. Ciertamente, su obra ha intentado evadir, dada esa naturaleza incómoda que lo caracteriza, los intersticios clasificatorios del “gran arte” –exclusivo, elitista, vacío–, para delinear reflexiones en torno a nuestra existencia y debilidad, a las fracturas históricas y experienciales de un sujeto trastornado consigo y con su entorno, un sujeto que en su propia condición de auto-enajenación, parafraseando a Walter Benjamin (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1989), disfruta de su propia destrucción como un goce estético de primer orden.
Precisamente, ahí se ancla el principio filosófico que mueve el pensamiento y la obra de Benítez, y es que parte de sus propias agonías y calamidades como sujeto, y desde cruzadas personales e introspectivas que se tornan, también, asuntos que a todos nos conciernen vuelve una y otra vez a la memoria, a la historia, a esa herida cultural que ha sanado en falso y, por ende, continúa supurando. Ernesto apuesta por un discurso articulado desde la irresolución de un presente caótico asumido por resignación, y gira su mirada hacia un pasado aún vago a la luz de los nuevos tiempos. Hurga a conciencia en esa herida, remueve la llaga y su pus y pone en evidencia la inestabilidad, el desatino y la angustia heredada de un tiempo histórico con más fisuras que soluciones fiables.
De ahí que sus discursos sondeen lo universal desde querellas personales: cuestiones referentes a inquietudes muy íntimas que se mueven desde la fragilidad propia del ser humano minimizado, roto, atormentado; hasta cuestiones que transversalizan ese siempre síntoma del emigrado que padecemos hoy y que para Ernesto aún no ha sido superado y sepultado. Pero también trae a colación en sus ansiedades estéticas re-formulaciones, quizás, de conceptos y dinámicas referentes a la globalización, al mundo polarizado y cada vez más líquido en el que vivimos, a un sistema de pensamiento occidental que para él se ha revelado siempre difuso y distópico.
Entonces… Ernesto Benítez se nos presenta como un artista configurado desde un esquema de pensamiento marcado por una profunda vocación filosófica y antropológica; un artista cuyo sistema de referencias quiebra los arquetipos simbólicos y discursivos propios de (su) una región contextual determinada, disiente de supuestas apologías asentadas en la historia universal y se aferra a esa necesidad inevitable que lo lleva a buscar el éxtasis de religare.
Si bien lo anterior no es exclusivo de la operatoria de este artista y no constituye algo totalmente nuevo en los tiempos que corren, para nuestro beneficio sí resulta una actitud osada, y que trae consigo riesgos y detractores. Esto, sin dudas, deviene un punto a favor de Ernesto y de su operatoria que agradecemos aquellos que aun aspiramos a continuar sensibilizándonos con poéticas críticas, de cariz sociológico, rompedoras de esquemas y categorizaciones banales: poéticas que evidencian que el arte aún oxigena las angustias de la cotidianidad.
Desde su despunte en el escenario cubano a finales de la década del ochenta y durante su trayectoria en los noventa, Ernesto Benítez ha mantenido un discurso sólido en torno a una preocupación ontológica por el sujeto, el Yo y su relación con el medio y con el Otro. Sin lugar a dudas, en los años siguientes su mirada se ha agudizado y su obra ha derivado a niveles conceptuales espesos que evidencian un comprometimiento e inquietud con su temporalidad personal y colectiva, permeado por la dinámica contextual europea en la que se desdobla desde hace más de diez años. Y en medio de la cruzada por “buscarse a sí mismo”, como principio heraclitiano sobre el que sustenta su propósito, continúa proponiendo, en sus más recientes entregas, una crónica existencial en la que además de cuestionar la laceración y diferencias cotidianas que padece el sujeto en este tiempo, pone énfasis en la escisión de eso que él mismo ha llamado “herida cultural”.
Su praxis más reciente se ha ramificado hacia el análisis de un presente inmediato en el que explora esa escisión del sujeto contemporáneo en el entorno social, individual y emocional. Benítez cuestiona la manifiesta polarización del hoy que arrastra con la agonía de una memoria fragmentada, una identidad torcida y una espiritualidad distópica en una era líquida y difusa. De modo que, al adentrarnos en sus micro-historias no solo se advierte un vuelco personal en ellas, sino también la manifestación de micro-historias de matiz universal empolvadas por los recuerdos añejos, proscritas por la historia o ubicuas aun en este presente.
En su producción, el recurso matérico cobra tanta significancia como la obra o el concepto mismo. Benítez recurre –si miramos en retrospectiva toda su carrera– a materiales incluso extra-artísticos para concebir un volumen simbólico y estético completamente divorciado del canon clásico de lo bello y lo académico. Ha manifestado siempre una voluntad hurgadora que lo ha motivado a tomar el fuego, la ceniza, el carbón, la pluma, la soga, la muleta, objetos filosos, utensilios dados a la práctica experimental y científica, químicos, libros de la Historia Universal y de la Historia del Arte, cartas de visita, postales, documentos personales, papeles desahuciados y, por consiguiente, la pulpa destilada de ellos, cráneos, botes o elementos simbólicos que aluden a la muerte; así como también ha recurrido en sus procesos operacionales y técnicos al polvo, a la suciedad y al deshecho emanado de aquellos materiales con los que trabaja; y además, ha sumado durante su trayectoria el recurso de su propio cuerpo como medio de experimentación simbólica.
En efecto, lo residual, la memoria lastrada y opaca, la huella vetusta de un tiempo pasado –mas no superado– constituyen elementos recurrentes en su tratamiento operacional. Ernesto asume la creación como un work in progress macro donde los objetos, materiales e ideas pasan por una depuración y destilación cuya “data” extraída es sublimada desde los predios del arte para entregarnos más que una obra per sé, un gesto tamizado por un proceso de intelectualización, re-socialización y re-oxigenación de sus propias cavilaciones. Su estudio de trabajo se convierte en un laboratorio en el que se agolpa una infinidad de materiales que devienen en ademanes propios de una práctica alquimista desarrollada a conciencia.
Es allí donde nacen y nos interpelan sus dibujos precisos (Todos los nombres de Dios, 2007; Filantropía, 2009-2018), sus espesas abstracciones (Tabula rasa, 2014-2015; Mesa de Réquiem, 2020; Fé de erratas, 2021; Sin sutura, 2022; Absenta blanca sobre blanco, 2022), sus suspicaces obras escultóricas (Semilla de luz, 2000; SaMsara, 2009; Historias mínimas: Delusion, 2022), sus sugerentes instalaciones (Serie Exitus, Reditus, 2005; Sala de Religación. Borderline, 2006; Ab æternō, 2017-2018; Serie Taedĭum Vitae, 2017-2019), sus volumétricos collages pictóricos (Despojos, 2011; Detritus, 2012-2013); sus procedimientos fotográficos y objetuales (Uno y mil ojos, 2004; Ejercicio de diagnóstico, 2006). Esta profusión operacional de fuerte sustrato filosófico, en la que los soportes y lenguajes expresivos se mixturan exquisitamente, nos reafirma una vez más que Ernesto Benítez aboga por un discurso estético altamente reflexivo y complejo de clasificar que seduce desde la densidad tropológica que posee cada obra.
Si antes mencioné que su praxis manifiesta una evidente disposición antropológica, dicha referencia no es privativa de un análisis unidireccional enfocado en un tiempo pasado. Todo lo contrario: Benítez ha desarrollado desde sus inicios un discurso encauzado desde el presente tomando como caldo de cultivo un ayer latente desde el cual cuestionar un hoy caótico. Es esta, para mí, una de sus características más osadas y definitorias. Y precisamente, por ese re-hurgar en el pasado y esa voluntad de poner en vilo el concepto tradicional de historia y, por consiguiente, la fragilidad de nuestra historia, es que advertimos en la obra de este artista un desasosiego inevitable, un sentimiento angustioso y abrumador que colisiona con el drama y el desvarío de la sociedad, con las ilusiones y delirios del sujeto actual.
Esa zozobra que se asoma en su producción constituye la resultante sensorial de un estadío crítico desde el cual el artista discursa sobre la miseria ética, el descalabro educativo y cívico, la consciente amnesia histórica, la voluntariosa inercia general, la pérdida de una identidad que ni siquiera sabemos si existió, el (des)congelamiento de relaciones sociales cada vez más vacías, el enquistado totalitarismo de unos sobre otros… Sin dudas, ese desasosiego en su obra activa bombas de sentido que nacen y persisten en el mismo seno social.
Me aventuro a afirmar, a grosso modo, que Ernesto Benítez desanda los placeres de saberse un regurgitador de incomodidades; un provocador de complejos y espinosos problemas que nos avienta como desafíos pendientes. Y sí, también me atrevo a afirmar que a este artista le mueve más el hecho de levantar el polvo asentado de los cánones históricos occidentales y provocar incomodidad en los puntos de fuga de la sociedad contemporánea, que proponer una manera –o varias– de saldar esas brechas abiertas o esos vacíos históricos.
En definitiva, su operatoria artística, con evidentes matices de alquimista, antropólogo y sociólogo, deviene en una suerte de exergo que se revela en tanto ejercicio de pensamiento de marcada voluntad filosófica. Ernesto Benítez nos entrega una obra cuestionadora hasta la médula, que en mi opinión suscita más preguntas que respuestas, y provoca, las más de las veces, un estadío de incertidumbre agónico. Su producción no se regodea en lo ligero ni en lo calmoso, sino que revela, de adentro hacia afuera, la sospecha de lo ordinario, la cicatriz de la historia madre, los delirios del pensamiento occidental y la fallida obsesión de bienestar del sujeto actual. Su modus operandi y vivendi viene a ser el de una investigación límite, en la que ha cuestionado su propio decursar histórico y en la que trata de encontrar, una y otra vez, el goce de un libre ejercicio de autorreconocimiento existencial como sujeto.