Stories (ES)

Frank D. Valdés

Digamos que hablo de pintura

Por Héctor Antón

A los “conceptualistas radicales” les cautiva la imagen y vender productos “anti-comerciales”. A los masajistas visuales les priva que un crítico-escribano miope, pagado e inexperto en el maquiavelismo plástico, “revele” las “capas filosóficas” que “ocultan” sus lienzos. Si lo político es un arma de lucha, el apoliticismo es una lucha entre bastidores con diversas armas, según el travestismo del francotirador.

Como esos hijos bastardos que se aferran a un hogar indeseable, Dubossarsky & Vinogradov intuyeron que la solución no estaba en culpar a la tutela ideológica, habitual en la remota Unión Soviética. Este binomio moscovita satirizó esa paradoja de amor-odio, que simbolizaron estos enemigos íntimos en el ocaso de la guerra fría. Como siervos susurrándole al oído del amo: “Déjanos entrar en tus dominios y virarlo al revés, durante ese margen temporal en que tú no estarás”.

Frank David Valdés (Matanzas, 1988) es un artista surgido en el transcurrir sacrificial de la Revolución Cubana. Entonces ya era difícil inculcarles a los “herejes de cuna”, ese complejo de culpa que los mantendría en el puño de una lealtad incondicional al giro sociopolítico que benefició o perjudicó a sus padres.

Para el Frank David adolescente, solo existía la insurrección del color y las formas que rondaban su cabeza, junto al delirio del abuelo anclado en sueños imposibles.

De nada sirvió que Frank bebiera en las fuentes referenciales del “Nuevo Arte Cubano”. Poco le incitaban el legado antropológico de Juan Francisco Elso, José Bedia o Rubén Torres Llorca; la performatividad de Arte Calle, Arturo Cuenca o Tania Bruguera. Más bien diríamos que lo impactó la figuración agresiva y seductora de Antonia Eiriz o un artista contestatario al estilo de Tomas Esson, un ejemplo donde la marca formal suplanta al efectismo del ademán insolente.

La ilusión de estudiar en el Instituto Superior de Arte implica un capricho vanidoso y una distinción a los ojos de la Historia. Cuando Frank David Valdés matriculó en la Facultad de Artes Escénicas, percibió una explosión romántica fuera de casa. Ese paisaje como un “estado de ánimo” que fascinó a Tomás Sánchez y a Flavio Garciandía, le devolvió la fe en la añorada hiperrealidad natural de su infancia.

Aunque entró al ISA, los modismos académicos no le trastornaron su visión precoz del arte. La pintura de Frank David no es afirmativa. Ni tampoco se nutre de la misma pintura, a la manera del apropiacionismo vulgar que se alimenta de sus referentes más cercanos. La pintura de Frank David dialoga con el diseño gráfico, la poesía, la filosofía o el cine. Esta muta del neo-expresionismo al pop o hacia la abstracción pos-pictórica, sin que prevalezca el compromiso a un canon estético.

Aparentemente simulacral, epidérmica o frívola, esta obra que apenas comienza nos sorprende con agudas conjeturas. De pronto, el contenido relega al derroche cromático a un plano secundario. La seriedad nunca solemne desplaza a la trivialidad nunca ausente en piezas que podrían figurar en un catálogo exigente de arte conceptual. Entre razón y pasión, solo quedaría jugar con los falsos ideales.

El medallista disperso (2014) finge encarnar una fusión simbólica entre arte y deporte. Aquí la victoria no es una presea ni el triunfo un hallazgo en el desierto de lo real. La imagen muestra a un rostro con una estrella en la frente, llenando el lado visible de un corazón con las arterias abiertas.

El rostro del cuadro denota el cansancio de los excesos y su resaca decadente en el momento del goce. La mirada del personaje tal vez refleje un ego enajenado por un triunfo rotundo o pírrico. Quizás ya no le importe lo que ocurra a su alrededor, pero ese Consumismo Hipnótico lo ha transformado en el vacío de la nada que fue. Lo alto y lo bajo son las dos caras de una moneda cayendo al suelo.

La filosofía del diabético (2015) implica otra lección de Consumismo Hipnótico. Una mandíbula abierta y colorida se burla del espectador que aspira a colmar sus afanes estéticos en conocidos y desconocidos. Una dentadura con sus piezas sarcásticamente afiladas incapaces de morder a los intrusos, pretende en vano compensar la sed fashion de quienes la observan, conscientes de ser observados.

¿Quién es el seductor? ¿Quién es el seducido? El arte de consumir arte deviene antropofagia para buitres, quienes desfilan por una alfombra roja imaginaria.

En cierta ocasión, el novelista Norman Mailer se dirigió a un extravagante de la Factory warholiana y le obsequió un piñazo en el estómago. “¿Y por qué haces eso Norman”, le preguntó otro actor de reparto? “Por usar sacos rosados”, contestó Mailer. Y nos preguntamos: ¿dónde localizar la gestualidad pictórica de Frank David Valdés? En un nocaut fulminante o en los sacos rosados. Aquí radicaría el secreto de una épica sentimental, donde Francis Bacon y Charles Bukowski pudieran estrecharse las manos en el estruendo de una pelea de boxeo.

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