El extraño placer de lo inhóspito
Por Liannys Lisset Peña Rodríguez
Eugenio Trías, en “La memoria perdida de las cosas”, sostiene que este mundo gusta de ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos; y que para ello se apoya en la experiencia de la ausencia. Argumenta que es en esa lejanía con respecto al mundo real, donde puede abrirse a una comprensión más lúcida del mismo. Los paisajes de Leodan García surgen en ese desprendimiento, que cita Trías, en la visión que se deriva del derrumbe y revela el vacío. Aparecen como esa condición y límite de lo bello que Schelling denominara como das unheimlich: lo siniestro que no se ha develado y cifra su magia, misterio o fascinación, frente a su capacidad de sugestión y de arrebato1.
La frágil experiencia del dibujo es la fórmula para representar un (neo)paisaje entrópico, campo expandido del concepto smithsoniano. Una estructura que expone territorios utópicos, como esa dimensión de lo inquietante, no es más que la (in)capacidad de afrontar lo real.
La imagen nace tras el movimiento de la mano. Acción que comienza en un raptus, descarga brusca, trazo inicial solo reconocible por el artista. La línea descubre; corta el papel, ese lugar destinado a recibir los efectos de su agresión. Esta no es imprevista, la concibe inmaterializada; pero como todo proceso, el dibujo está expuesto a los sobresaltos. Aún cuando se afirma en cada gesto, la forma, contrariamente, se descubre como un hallazgo.
La silueta en carboncillo marca el inicio de un largo camino; esta acción implica la totalidad de su cuerpo; el artista siente con intensidad los desplazamientos que la mano ejecuta y la mente, antes, ha vislumbrado. En el proceso “todo” lo extrae y materializa, ante el peligro de la ruina y el olvido. Sus líneas discurren; crean territorios nítidos, perfiles, rastros que no se detienen en su imperiosa exploración y descubrimiento de la superficie. Leodan se entrega al placer “lento” del dibujo, para indagar en el terreno nebuloso de la memoria. En esa búsqueda de la experiencia espacial, el artista desborda las imágenes por sus manos, solo con la condición de reductio auto impuesto, que implica el uso exclusivo del color negro.
Es en la ausencia de lo humano, donde se establece el punctum bartheano de la imagen, no existe pero su presencia fija una elipsis, una alusión; dando paso a esa zona de crisis que insiste Peter Burke, sucede cuando lo visto no coincide con lo fijado en la superficie.
El nomadismo en las escenas –ese no pertenecer a ninguna parte-, proponen una experiencia errática, la sugerencia de lo inhóspito con la aparición de imágenes cósmicas, superficies inamovibles e intransitables. Representación de los espacios, como indagación a la experiencia e íntima modalidad del yo.
Leodan García al dibujar, descubre. Lo hace de memoria, pero no precisa ahondar en ella hasta encontrar el contenido de sus propias observaciones, ellas afloran como en un documento autobiográfico, que da cuenta de un suceso que ha sido recordado. Es un género de lo privado que guarda relación con el subconsciente y las necesidades del artista y exige al espectador identificarse con él, observar a través de sus ojos la superficie en blanco, como un espacio vacío.
Los cuadros de este artista invitan al mutis. Como explicaba Rilke a sus discípulos, precisa crear en soledad, esa que alimenta y susurra. Los dibujos nacen de ese “mirar hacia adentro”; en un acto controlado, difícil, de signos y silencios. Trazos personales como anotaciones en un cuaderno de bitácora. Diario íntimo, una suerte de violencia invasora de la superficie.
Las texturas funcionan como un tipo de caligrafía; un lenguaje que confiere plasticidad a las superficies rocosas, áridas. Para su concepción el artista recurre a una taxonomía de los materiales: lápiz, carbón, grafito. Emplea rayados, desvanecidos, sombreados, como elementos prestos a la valoración subjetiva y el logro de una gramática muy personal de la forma. Para entenderlas habría que escribir con mano de dibujante; mirar con la intención de descubrir, valorar cada uno de sus trazos como una inequívoca huella; asumirlos como un enigma ante nuestros ojos. Cada una comporta esa naturaleza ambigua, cuya espacialidad es propia e irreductible y están articuladas como un despliegue infinito de concatenaciones posibles.
El dibujo es todo afirma Giacometti. Es poesía; poesía pura; un fin y medio a la vez decía Paul Valery. Para Juan José Gómez Molina es un acto controlado y difícil de evocaciones y silencios; que se establecen mediante la presencia de signos. Leodan lo define como un acto de libertad definitivo.
Hay ciertas maneras de dibujar, decía Rilke, que vienen dadas por la experiencia vital. Las obras surgen como formalización de un caos, que solo las incertidumbres dan lugar a la creación. Por ello las imágenes de Leodan García se miran con la esperanza de descubrir un secreto, no sobre ellas, si no de la vida y aún cuando crees descubrirlo seguirá siendo así, porque es casi imposible traducirlo a palabras; con ellas lo único que puedo hacer es trazar a mano, puntos como un mapa que señala el filo de eso inexplicable, que solo existe al percibir ese extraño placer de lo inhóspito.
1 Trías, Eugenio. Lo bello y lo siniestro. Ed. Penguin Rhandom House, Barcelona, 2006, p.33