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Maikel Domínguez

Lecciones para quebrar el canon, según las obsesiones de Maikel Domínguez

Por Estela Ferrer

De la historiografía del arte

Si una característica comienza a distinguir a la historia del arte, sobre todo cuando se arriba al estudio de las civilizaciones antiguas y clásicas, es su carácter uniforme, aunque cambie un poco de un período a otro, se pone en vigor un patrón a seguir que es acatado por todos los artistas. Entre ellos pudieran mencionarse los cálculos anatómicos e, incluso, proporciones ideales y el nombrado canon, como sistema de representación inquebrantable que pautó la producción artística de valiosas civilizaciones como la egipcia y la de la poderosa hélade.

Una vez, pasado el tiempo, la crítica ha podido encontrar esos marcadores epocales y a partir de ahí crear teorías totalizadoras sobre una década determinada. En el caso del arte cubano, se ha hecho notable -aunque por supuesto dentro de la propia tendencia el carácter plural de las soluciones estéticas se hace evidente- el interés de varios artífices por el rescate de una visualidad marcada por los códigos del lenguaje pop, el bad painting, con un gusto por el gran formato y que disfrutan el acto puro de pintar, muchas veces, desligándose casi totalmente de reflexiones sobre el acontecer socio-político nacional. En esta hornada de creadores, bautizada por el curador y crítico de arte Píter Ortega como Nueva Pintura, se inscribe la producción del artista cubano Maikel Domínguez.

Entre las exposiciones que comenzaron a visualizar esta tendencia pueden mencionarse: Pintura húmeda, Bla, bla, bla, Bomba, La gallina de los huevos dorados, curadas por Píter Ortega y más recientemente en la última edición de la Bienal de La Habana, No le temas a los colores estridentes, curada por Daniel González Alfonso.

Retratos conformados a partir de la sumatoria de partes de varias personas, a la usanza del collage se dan cita en sus recientes trabajos, así como una estética que se despega del color local y abraza lenguajes internacionales. Se constata, una figuración que echa mano a elementos geométricos y abstractos, arrojando al espectador a una composición que causa extrañamiento, y por consecuencia, mayor atención. En la producción de Domínguez hay mucho de contemporáneo-en su uso acertado de los referentes aprendidos- y también de cosmopolita.

Del clasicismo a la pasarela

Si bien sus retratos no abandonan del todo los códigos del naturalismo, Maikel Domínguez se lanza al riesgo de poblar los lienzos de sujetos no convencionales, que despiertan en quien los mira un estado de alerta, de sospecha. Quizás porque-aunque también es válido-nos hemos acostumbrado a los códigos tradicionales de representación, a la academia, al canon occidental de lo bello es que la recepción de una pieza que se desmarca de lo clásico nos incita a percibirla con cautela, a intentar develar su misterio entre los entuertos de la forma y el color.

En un mundo que cada vez se antoja más tecnológico y frío, donde multitudes consumen enardecidas un show como La belleza latina parece cada vez más urgente maquillar los defectos, cuidar cada detalle, promover lo fashion, de acuerdo a los últimos modelos de éxito. Sin embargo, esta receta no le interesa a este creador. Su irreverencia lo conduce por otros caminos: a una contraoferta, a quebrar la norma estética dominante.

Por ello, el retrato resultante no representa a una persona real, más bien es un producto que nace de un proceso metafórico, trucado y artificial que se desmarca de preciosismos. En esta sumatoria de ojos, bocas, no existe otro deseo que el de crear una figura-irreal, por supuesto-pero sí muy expresiva, capaz de emocionar, ser empática, transmitir un estado anímico y conmocionar.

Aún después de tantos ismos del pasado siglo XX, de las renovaciones conceptuales y pictóricas, sigue siendo una verdad de Perogrullo que la obra de arte ante la que se puede pasar indiferente posee serios problemas en su orden interno u orgánico. El arte, sea académico o no, requiere de una gran carga energética-incluso hasta en el minimalismo más extremo-y el artista es consciente de ello.

Por ello, en los retratos de Maikel Domínguez se experimentan dos sensaciones: el rechazo y, al mismo tiempo, una atracción casi magnética precisamente por su singularidad, que reside en la facilidad que tiene el artista para alejarse de una representación bella.

El contraste figura/fondo

Un detenimiento especial, requiere el tratamiento que hace Domínguez de los fondos de sus piezas. Suelen ser muy trabajados, a modo de mosaicos, con figuras en primer plano o que se ubican en el centro de la composición. Por tanto, el geometrismo del fondo genera un contraste con respecto al carácter naturalista del retrato. Una dualidad de opuestos que se reitera en la lógica de su trabajo todo. No hay espacio para lo homogéneo, sino la riqueza visual de lo diverso y múltiple, la dulce provocación de lo fragmentario.

Tal por ello, a ratos se distinguen en sus creaciones las similitudes con la paleta de pintores cubanos como: Servando Cabrera Moreno, Raúl Martínez, Flavio Garciandía, por sólo mencionar algunos.

La marca autoral

En este aspecto en particular destacó ya la civilización griega. Desde entonces, la marca o el estilo, como se argumenta en la contemporaneidad, que distingue a un artista de otro, hace que un performance de Santiago Sierra, tenga operatorias diferentes, en cuanto a tropo y postura ética con respecto a uno realizado por Spencer Tunic y que el público sea capaz de reconocerlos.

En el caso de Maikel Domínguez, su producción se desmarca de la de otros cultores del patio como el Pollo, Niel Reyes o jóvenes como Alberto Lago, al ser una búsqueda otra de un bienestar físico-mental, al declarar abiertamente que su obra constituye un documento «testimonial» de su horizonte de vivencias y valorar no sólo el regodeo del acto mismo de la pintura-o sea su cualidad táctil-sino su propia existencia como terreno irreal donde pueden convivir las más osadas y al mismo tiempo, liberadoras representaciones.

En la producción de Maikel Domínguez se dan cita, entonces, el regusto por la pintura y la lealtad al gran formato. Un compendio de emociones, deseos y conflictos, resueltos mediante la expresividad del color y la gestualidad del trazo y, a la vez, ambientes que se desmarcan de cualquier territorio en específico.

Al mismo tiempo, se añaden los legados del neoexpresionismo, el neopop, el efectismo fauvista y en diversas piezas, de la pintura cubana de los años sesenta. Una compilación múltiple, en una suerte de híbrido que se centra en su existencia autónoma, sin ser despojado totalmente de conceptualismos, pero tampoco asumiéndolo como camisa de fuerza.

El universo creativo, en cada artífice, se estrecha o dilata a medida que el tiempo transcurre. Al parecer Maikel Domínguez ha encontrado su camino en una estética que si bien no es nueva, sí reúne códigos de movimientos artísticos anteriores que mezclados configuran una receta atractiva y hasta atendible.

Habrá que esperar nuevas entregas que seguro vendrán marcadas por su voluntad a ratos movida por un estado de éxtasis, de perfecto equilibrio, «casi anestésico»; en piezas de excelente factura que obliguen a meditar sobre los representados, la inquietante paleta de color y la ambigüedad del fondo, en una suerte de nueva figuración que en todas partes lleva un sello que es auténticamente suyo.

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