Stories (ES)

Osvaldo González Aguiar

Temas aislados

Por Andréz Isaac Santana

Existe un criterio extendido –un tanto apasionado- entre cierto sector de la crítica cubana más joven propenso a defender la idea de que la nueva generación de artistas emergentes dentro de la isla se complace con el espaldarazo radical a toda una tradición de carácter emancipador y de tintes sociológicos con la que siempre se identificó el arte cubano de las últimas décadas. Si bien algunas tesis manejadas por los autores (algunos bastante jóvenes, apenas egresados universitarios) no deja de advertir en la vastedad argumental su propia eficacia discursiva; bien creo que, por otra parte, el extremo de esa negación/afirmación se hace un tanto peligrosa y fronteriza una vez que ignora la propia ontología del campo del arte y sus mecanismos (sofisticados y cínicos) que intervienen en la elaboración de los juicios de valor respecto de una práctica concreta. Toda negación, y esto es un lugar común para el pensamiento avisado y ávido de respuestas, supone siempre un tipo de afirmación. Toda postura reactiva engendra, de facto, y como consecuencia de la primera, su propia lógica discursiva que resulta de ese afán de negar unos ordenes que a fin de cuenta terminan por establecer otros no muy diferentes de los anteriores y que -por supuesto- hallan su correlato en el perímetro de lo social, ya sea por la necesidad de establecer una voz, que no La Voz, o para negar su hegemonía, justo de esa que se escribe con mayúsculas.

Cierto es, y no merece la pena una digresión retórica sin mayor sentido deseosa de convencer de lo contrario, que el documentalismo antropológico-etnográfico y la obsesión por la dimensión estético-cultural de la tropología como fin en sí mismo (y no como un medio para) que tanto preocupó a toda una generación de artistas cubanos, ha cedido territorio a una postura un tanto más hedonista que se jacta en el placer y regodeo puramente estético del lenguaje del arte. Sin embargo, considerar esta posición como un estado de anemia en un primer momento o, peor aún, como un hallazgo superior que denota mayor coherencia en el enunciado de las obras y que desvincula la práctica del arte de sus responsabilidades sociales, resulta un tanto pueril dado que habría que pensar hasta qué punto los signos pictóricos (en su mismidad) o aquellos recorridos enfáticos por el umbral de sus propios límites y de su misma ontología en tanto lenguaje, no supone la mayor de les veces un desvío retórico con claras implicaciones para la comprensión del medio mismo y de las circunstancias socioculturales que estimulan ese citado desvío.

Observando la obra de artistas como Osvaldo González Aguiar, El Pollo, (Michel Pérez) comprendo que el arte, el lenguaje del arte y en particular el de la pintura con todas sus derivaciones y desvíos semióticos, rara vez puede ser entendido tan sólo por su estrecha capacidad de significación, sino que, muy por el contrario, ha de tenerse en cuenta su realización o sucesivas realizaciones que le convierten en un complejo dispositivo de comunicación que llega incluso a interrogar la propia noción de arte y sus límites. Creo que es justo en ese preciso lugar, en ese sitio donde la interrogación analítica y el placer copulan, donde la propuesta del joven artista Osvaldo González, alcanza un interés mayor que supera con creces el simple hecho de considerarle un pintor que disiente del peso del legado o que evade la responsabilidad semiótica de la pintura, toda vez que partimos del hecho de que este, el lenguaje pictórico, es una sucesión infinita de signos susceptibles de interpretación en el marco expandido de una ardua exégesis crítica y epistemológica.

El trabajo de Osvaldo es un ejercicio de visceral respecto del medio, una erótica compulsiva que realiza el hallazgo de su objeto díscolo en el contexto amplificado de la materia pictórica. El collage cubista, el montaje dadaísta o cierto impulso del expresionismo abstracto, por ejemplo, son tres de los recursos que sin ser advertidos a la primera, se subsumen en el trazado dramatúrgico de una gestualidad que en modo alguno abandona los principios de un racionalismo casi cartesiano en la manera de concebir cada pieza suya. Por ello, las señas más características de su trabajo se localizan en la combinación, canibalismo, vasallaje y promiscuidad respecto de experiencia cultural de acento posmoderno donde figuración/abstracción y representación y crisis de esa misma representación, son convertidos en una especia de marca de estilo. Osvaldo articula poética en el modo de hacer y de enfrentar el hecho pictórico. Su prodigalidad le granjea el arribo a ciertos estados ambivalentes del disfrute en los que todo goce arrastra consigo –con el mismo grado de intensidad- cierta cuota de angustia, que se hace evidente por medio de ese deseo de alcanzar la obra acabada, el marco perfecto, la composición sustraída de toda sospecha.

La arquitectura interna de sus especulaciones pictóricas testimonian, como ocurre con otros tantos hacedores de su generación, una narrativa casi textual en la que se solapan y diluyen infinitas citas a la historia del arte y a la propia historia de la pintura, siempre o muchas veces, precedidas o acompañadas por una experiencia personal o un estado emocional del fruir de la subjetividad que le impulsa hacia esas fuentes orquestadas en la textura de un lenguaje propio. Me comentaba Osvaldo su proceso de selección y discriminación de motivos y elementos a la hora de concebir una obra y ello me hizo pensar sobre el peso de la retórica y la mitificación que rodea la propia ejecución de la pintura como un lenguaje que en apariencia se mueve en unos órdenes estáticos y bidimensionales. Creo, no sé si él sea consciente de ello en su totalidad, que Osvaldo activa el poder sugestión del plano pictórico y le confiere a este una profundidad y espacialidad que permiten la liberación del medio ensanchando las posibilidades interpretativas y de aproximación crítica a su pintura. Ese equilibrio riesgoso que pendula entre los impulsos de la improvisación y el ímpetu racional del que él hace alarde, favorecen el tránsito hacia una prefiguración pictórica que se debate entre la pertinencia de los enunciados conceptuales y el estímulo visual como placer y meta del hecho pictórico. Hay en esta pintura una pulsión y vehemencia que le colocan fuera de escena, al menos fuera de una escena reaccionaria y reduccionista que reduce al arte cubano a unos códigos estéticos o retóricos asfixiados en su propia lógica. De ahí que noto cierta ironía, acaso una manare de protestar, una estrategia de saltar una maldita circunstancia de obscenidad donde la ironía y la parodia parecen haber agotado la rentabilidad y eficacia de sus armas.

Por ello, creo que el análisis posterior de la crítica que acompañará en el tiempo a esta hornada de nuevos creadores ha de plantearse otra pregunta muy distinta a la de si es continuidad o ruptura lo que mantiene este hacer respecto de su legado. Creo que la pregunta, que no voy a esbozar aquí y ahora, terminará por interrogar esa propia noción tan reduccionista como retórica ambigua de arte cubano.

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