Stories (ES)

Pedro Luis Cuéllar

Ese vivir en la angustia de ser fiel al destino

Por Osmany Suárez

Ninguna fuerza por titánica que se presente, podría devolver a los cuerpos petrificados en la imagen fija el movimiento que reclaman. Atrapados en el instante del sobresfuerzo por la persistencia; sumergidos en la apoteósica faena de sobrevivir a los accidentes e infortunios de la vida; reclamando la perpetuidad de quien lucha en una ambivalencia recóndita, en un equilibrio precario de tensiones y satisfacciones, los seres presentes en los trabajos escultóricos del joven creador Pedro Luis Cuéllar exigen, -como los restos arqueológicos revelados en las antiguas villas romanas de Pompeya y Herculano-, más relatos y observaciones sobre los momentos preliminares a su fosilización, que vaticinios o especulaciones sobre sus días futuros. Mientras en el encuentro con la ciudad atemporal, la ceniza, el barro, la piedra, la madera, el hierro fundido, etc., discurren ante el escrutinio inferencial como una creación tiránica de la naturaleza que emula en “forma” con los restos del esplendor creativo de una compleja civilización, toda la obra de Cuéllar se revela como la pugna del sujeto adolescente por vencer la axiología infalible, la univocidad, las mentiras clonadas devenidas verdades absolutas, la balcanización del deber ser dentro del teatro social de la existencia: luchar por ser aunque a ratos nos cueste el estar.

Como la lava del volcán, que en su voraz recorrido arrastra y reconfigura nuevos elementos y cuerpos del espacio, las inquietudes artísticas de Cuéllar imantan a su paso todo el acero desvalijado de sus funciones primarias para dispensarnos, de la manera más inverosímil, nuevas formas discursivas sobre los claroscuros identitarios de la existencia. La secuencia de imágenes que componen el aún prístino catálogo del joven autor, manifiesta un universo simbiótico pletórico de cuerpos metálicos, objetos maderables, etc., que en su artificio vislumbran un promisorio camino para el artífice, pero en la recepción de sus fundamentos ideoestéticos nos hacen padecer el típico espasmo que secunda el encuentro con nuestra más terrible adversaria: la psiquis. ¿Cuánto de Allan Poe habrá resemantizado Pedro Luis Cuéllar para sin acudir a la obscenidad de la evidencia o la gravedad del detalle evidenciarnos que el horror cuanto más lo imaginas, peor resulta…? ¿Cómo sin evocar el realismo de la emoción o la analogía pedestre, el sujeto-artista puede ser capaz de atormentar con sus propios dilemas existencialistas al receptor? ¿Por qué privilegiar la abstracción dramática, la ontología supratemporal por sobre la fenomenología sociologizante que tantas facilidades otorga en una nación obcecada por el fetichismo de las malditas circunstancias?

Justo en ese instante que el arte deviene estudio de lo que es y puede llegar a ser uno mismo; cuando resulta un espejismo que nos regresa a la vida, pero a la vida interior, Pedro Luis Cuéllar demuestra por qué sin cumplir aún los veinte años, puede aspirar a la grandeza artística, que es el resultado no sólo del virtuosismo creativo, sino de la arquitectura infinita de la nobleza humana.

En este sentido, jamás el poder de la mirada enjuicia sus formas metálicas-humanas desde el morbo descriptivo, más bien las atraviesa desde un proceso inverso al que naturalmente arriba a la forma en sí: se escoge la espesura de la exégesis en pos de desoldar de los cuerpos férreos los apesadumbramientos y síncopes que condujeron al autor a robarle horas al sueño, mientras profundizaba en él. Al retenernos junto a los fantasmas que merodean en la angostura de la muerte, la física que compone PEZ-CAR-NADA; La siesta; Propuesta de Desarrollo; etc. -objetos esculturales pertenecientes en su totalidad a su ejercicio de graduación de la EPA de Matanzas en el año 2012- deviene elemento secundario o si se quiere la frontera entre ficción y realidad. En PEZ-CAR-NADA, por ejemplo, el anzuelo que debía proveer de alimento al hombre, termina convirtiéndolo en presa al concluir el recorrido en la propia cabeza-tuerca del pescador: pánico, terror, silencio, humor negro, tensión emotiva refinada… Cuéllar retoma la disyuntiva existencialista por antonomasia de convertirse uno mismo en el carcelero y el prisionero de nuestra vida, pero también la verosimilitud del cazador cazado cuando al igual que Hemingway somos capaces de segar nuestra presencia con el arma que daba fin a tantas vidas animales. Así son de ríspidos los filamentos de la vida, que entretejidos por momentos con hebras de alucinaciones y desarreglos esquizoides, tendemos a cortar si la soñolienta Parca demora en hacerlo. Todo ello, desde una estética “expresionista antropológica” que bebe sin ceñidor genérico o de soporte, de una larga tradición plástica universal (aquelarres goyescos; disecciones de almas de Munch; el gusto macabro de Ensor; el pesimismo nihilista de la Etapa Azul de Picasso; la autoproyección psicológica de Kokoschka; la ferocidad casi “gore” de Soutine, el horror de Francis Bacon; lo grotesco expresivo de José Luis Cuevas, etc.) y que encuentra su fuente de energía inagotable en la agudeza expresiva, la apoteosis de lo dramático y los profundos entuertos de Antonia Eiriz (1929-1995), sobre todo la Antonia que activó nuevos resortes anímicos en sus instalaciones-ensamblajes: Salomón (1963), Vendedor de periódicos (1964) y Homenaje a Lezama (1964).

Siempre que observo sus piezas me embarga una impresión hirsuta como de imposible, conciencia lúcida y al mismo tiempo sombría de cuán complejo es el diálogo real con nosotros mismos. ¿Y qué pasaría si el conocimiento profundo se convierte en algo atroz de donde no podemos escapar? Quizás por ello, Cuéllar ha impulsado el “yo” y su relación con los “otros”, con “todos” y “nadie” de manera diferente, desde el caos que desestructura tanto el orden de todas las cosas, como las imágenes hechas e instituidas de la realidad. En este sentido, Pedro Luis Cuéllar representa dentro del joven panorama de las artes visuales cubana el maridaje de la inocencia y el terror, el autoanálisis y la realidad, el oficio y la confesión, en circunstancias que se abren a la metafísica de la presencia más allá de la Isla, su época, sus conflictos ideológicos-políticos, sus aciertos y desaciertos.

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