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Rafael Villares

Un tal Rafael Villares

Por Jorge Peré

Pese a que es uno de nuestros artistas jóvenes más auténticos, la crítica actual ha sobrevolado con cierta pasividad y recelo la obra de Rafael Villares (La Habana, 1989). Acaso esa misma autenticidad supone un conflicto entre los relatores del arte cubano emergente, quienes optamos, en muchas ocasiones, por la comodidad exegética, dejando al margen, en una zona de silencio, esas producciones desviadas de la norma, marcadas por otra complejidad.

No obstante, parece imposible silenciar el peso de una obra profunda en su alcance conceptual, tramada desde una operatoria que tiene su inicio en una acuciosa indagación y se articula en una estética visual inusitada, imposible de condensar en un segmento o lenguaje definitivo. Y es que Rafael Villares, al pretender modificar nuestra percepción del espacio, y, específicamente, del paisaje como configuración racional, termina poniendo en crisis cualquier determinismo.

No es secreto que Villares maduró bastante pronto. Son memorables ciertas obras de su edad temprana como Finisterre (2005), en la que se atreve a poetizar, sin caer en sitios comunes, sobre uno de nuestros traumas más visitados: la insularidad. Para esta pieza, el artista echa mano al soporte fotográfico, el cual, de alguna manera, retornará en otros momentos de su producción. De esa época en San Alejandro, también se recuerdan sus desconcertantes instalaciones y enviroments, en las cuales sedimenta las que van a ser sus obsesiones e ideas más recurrentes: el enfoque del paisaje como experiencia sensorial, la percepción del espacio y su relación con el sujeto y el protagonismo de lo natural y orgánico, como fuente de una existencia trascendente.

Aliento (2005) fue quizás la intervención que marcó el clímax de este período iniciático en el instalacionismo. Se trató de reproducir un campo de cañas bravas, con todas las sensaciones que de manera insospechadas se activan en el mismo, dentro de un espacio exhibitivo. Además, el artista dispuso de otro recurso potenciador de la experiencia, cuya aparición no solamente complementaba el espacio físico, sino que tributaba a una percepción más detallada del mismo: el sonido. Valdría acotar que la conjunción entre apariencia y sonido, reaparecerá progresivamente en la obra de Villares, enfrascado en reflexionar sobre la forma en que recibimos y configuramos los estímulos. Desde esa lógica también articula los ensayos visuales que conforman la serie De soledad humana (2009), en la cual sorprenden, de manera particular, las instalaciones Éxodo de un diente de león y De soledad humana, movidas por conceptos distintos, aunque igual de reflexivas en su discurso.

Ya en el Instituto Superior de Arte (ISA), Villares prosigue desplegando, por medio de su trabajo, sus tesis sobre el paisaje. Pero ahora se inclinará a romper con el encerramiento que distingue su primera época instalativa. De modo que la afectación y modificación del espectador, pretendida desde sus inicios creativos, cobrará mayor fuerza, puesto que sus piezas, de dimensiones muy superiores, entrarán en diálogo con el paisaje y los más peregrinos espectadores.

Para la Oncena Bienal de La Habana (2012), el artista preparó dos proyectos que tendrían notable impacto por sus dimensiones físicas, y, además, porque vaticinaban un giro en su poética visual. Reconciliación (2012) fue una pieza instalada en el campus del ISA, consistente en dos farolas urbanas que llamaban la atención por su apariencia: estaban trenzadas en la parte superior, justo al lado de las bombillas, y terminaban confluyendo en un único soporte que se alzaba desde el suelo. El detalle sugerente era que una había sido usada en EE.UU, mientras que la otra se la apropió de nuestro contexto.

Paisaje itinerante (2012) fue el otro ensayo visual del artista. Una especie de maceta gigante albergaba un árbol y un banco. En la parte inferior había un acceso que invitaba a pasar al espectador. Villares había desarrollado con anterioridad este concepto de obra habitable, pero nunca como hasta este momento. Aquella maceta, que itineró por La Cabaña y otros dos puntos neurálgicos del Malecón habanero, se convirtió en una metáfora relativa a la contemplación. Aun cuando el público podía adentrarse en aquella pieza inusual, todos preferían observarla desde fuera, maravillarse con su ingenio poético, tomar alguna instantánea sin transgredir su belleza formal. En términos de intervención, de diálogo con el paisaje urbano, Paisaje… figura como un hito dentro de las formulaciones de Villares.

En los últimos años, el artista ha reenfocado su producción trayéndola nuevamente a la galería. En realidad, se halla explorando en los mismos tópicos, digamos, en el paisaje y sus variaciones perceptivas, pero ahora desde una visión que incorpora lo trascendental, las múltiples coincidencias que se revelan al indagar en la naturaleza como núcleo de la vida. Acaso en este punto, es donde Rafael Villares articula, de manera más clara y profunda, su panteísmo.

Una de sus últimas series, Morfología del eco (2014 al presente), relata un proceso investigativo donde compilan datos científicos (¿apócrifos?), especulaciones filosóficas y representaciones visuales de una verdad esencial: la existencia de un solo espíritu, de una única fuerza (¿divina?) que muta, buscando hacerse visible en los más disímiles rasgos terrenales. Así, se nos indica, por medio de distintos soportes, la relación trascendental que pueden llegar a tener un árbol y un hombre, los ríos y los rayos, la tierra y los elementos que la habitan.

Rafael Villares, en cierto modo, confirma con esta serie su postura estética, marcada por la libertad compositiva y el manejo de soluciones mixtas. Pareciera hablarnos todo el tiempo, con cierto romanticismo crónico, desde otra filosofía del arte, al dejarnos sentir que no ha muerto el imaginismo, la poesía como recurso para versar sobre la realidad y la condición humana.

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