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Justo Amable

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La emigración metafísica

Por Ángel Alonso

Aguzamos los sentidos sobre magnas extensiones de cielo por las que transitan inmensas calabazas; contemplamos un gigantesco mar surcado por emigrantes campesinos que no se desprenden de sus costumbres aunque viajen a lo desconocido, colmados de ingenuidad e impulsados por algún sueño. Carpentier hablaba del “absurdo pero no tan absurdo” del surrealismo y la pintura de Justo Amable Garrote (Güines, 1966) corrobora esa afirmación, pues la tranquilidad con que se trasladan sus personajes –pensativos sobre manzanas flotantes o trabajando apaciblemente la tierra en el interior de un melón– no da margen a la peligrosa realidad de la balsa desarmada por las olas con su correspondiente tiburón acechando.

El drama de los balseros ha sido abordado por artistas de las dos orillas (la del norte de Cuba y la del sur de Estados Unidos) hasta el punto de convertirse en una garantía de éxito. La plástica cubana está saturada de balsas, remos, mapas y tiburones recreados desde diferentes puntos de vista, pero la obra que aquí analizamos está muy distante de todo esto y se escabulle tanto de las intolerancias políticas como de las fáciles y abundantes –en ocasiones oportunistas– representaciones implantadas. Justo despoja al acto migratorio de la cobertura política con que suele mirarse, sobre todo con respecto a las infectadas aguas del estrecho de La Florida, y enfoca su lado onírico, ese motor romántico, esencial, que mueve a los seres humanos: sus ilusiones. 

El Arte, como dijo Pedro Almodóvar refiriéndose al cine, no es la realidad. Nuestro artista escapa a la necesidad de aprobación y renuncia a tomar partido en el juego ideológico con el que se contaminan otros creadores al afrontar este tema. Esta es una emigración hedonista, se desarrolla en un mundo de ensueños, rebasa las condiciones físicas, la fuerza de gravedad y el sentido común. Ocurre en el plano mental, es una ascensión.  No es extraño pues el autor cultiva ese estado de paz que proviene de sus habituales lecturas. Justo Amable es un buscador espiritual en la pintura y en la vida. En esa búsqueda integra todas sus acciones, desde su mesurada conducta hasta la templanza que deposita en su pintura, ese es el secreto de su autenticidad.

Se nos ha tratado de inculcar, durante nuestra formación, que todo lo que huela a virtuosismo es cosa del pasado, que la realización meticulosa y los cuidadosos claroscuros florecen de la mano de artistas cursis y comerciales –me imagino que el paisajista cubano Tomás Sánchez también sufra de estas acusaciones–. Recuerdo a nuestros profesores de pintura, que ante cualquier degradación de color bien realizada nos decían que no hiciéramos eso, que nos “soltáramos”, que eso estaba “lamido”… ahora me parece un prejuicio de los peores,  pues ese “lamido” es un recurso de la pintura tan válido como el dripping de Jackson Pollock y aparece en las pinturas de Jacques Louis David, por ejemplo,  que ocupan en el Louvre tanto espacio como las de De Kooning en el MOMA.  Un cuadro construido con  manchas sueltas que se chorrean no tiene que ser, por fuerza, más “visceral” o “auténtico” que otro resuelto con volúmenes perfectos. Se trata simplemente de diferentes recursos, heredados de heterogéneas tradiciones pictóricas, válidas por igual.

Con la pintura moderna –y más tarde la postmoderna– combatiendo unos prejuicios se establecían  otros; se instauraba la falsa idea de que el oficio ya no era necesario en el arte,  el resultado actual  es que muchos de los más afamados artistas contemporáneos no saben siquiera dibujar. Esto se pone en evidencia en un reportaje titulado La escuela Saatschi, donde los finalistas de una beca consistente en exponer en el Hermitage son sometidos a dibujar un modelo vivo y ninguno lo logra resolver siquiera mediocremente.     

Por supuesto, no se trata de que la pintura consista en hacer una gala técnica gratuita, en ese caso no se trataría de Arte sino de pura Artesanía. Justo Amable (como Durero, Leonardo o Rembrandt) pone toda su habilidad al servicio de una obra que realmente necesita de ese rigor técnico, de ese nivel de detalle y de ese… preciosismo. Esta palabra resulta peligrosa en nuestros días, pues se tiende a utilizar, al menos en el argot de la crítica contemporánea, para describir despectivamente al efectismo gratuito.  Aquí tenemos un similar prejuicio, en este caso lingüístico, por el uso en sentido negativo de esta palabra a causa de su asociación con el rebuscamiento.  No hay aquí afectación ni alarde, sino la solución técnica necesaria para comunicar al espectador la inocencia de los personajes, sus ingenuidades, sus fantasías, sus ojos vendados.

Las pinturas de Justo necesitan de este procedimiento que tiende a despreciarse en las Escuelas de Arte, lo hace con una limpieza y con un… preciosismo (¿por qué no?) que recuerda al Rococó. El recurso en cuestión apoya el contenido de las imágenes, su sentido onírico antes mencionado, ese mundo alucinado, de ensoñación, que relaciona sus cuadros con la vertiente más figurativa del Surrealismo.  Se trata de un Surrealismo tropical o más bien específicamente cubano.

Como en el movimiento de un péndulo, la representación virtuosa de la naturaleza, de la figura humana, del paisaje… siempre regresa. Este fenómeno se puede constatar con una rápida mirada histórica.  No importa cuánto esfuerzo hayan hecho las vanguardias artísticas del Siglo XX para deconstruir la figura humana durante su evolución, cuando esta parecía haber sucumbido bajo los espontáneos trazos de los expresionistas, cuando el esplendor de la abstracción parecía haberla anulado, cuando el arte conceptual comenzaba a intentar desaparecer el objeto artístico… regresó en forma de Fotorrealismo. De nuevo estábamos frente a un lienzo que demandaba el rigor de la realización; fue este un retorno, bajo un planteamiento diferente y ayudado por diversos trucos (proyecciones, plantillas, brochas de aire…) al oficio del artista. Con la llegada de este movimiento el catalán Salvador Dalí comienza a dejar de llamarse surrealista y en medio de su locura (absurda pero no tan absurda) se autodefine “hiperrealista metafísico”.

La obra de Justo Amable Garrote tiene mucho de ese rigor que caracteriza a los artistas que para valorarlos basta con ver su trabajo sin que nadie nos explique nada. La complacencia del ojo del espectador ante la seducción de su técnica es una trampa para llevarlo a un sitio silencioso, meditativo y profundo, donde no hay densidad sino fluidez, donde no hay respuestas fáciles o innecesarias; nos adentramos en un estado de calma en el que la mente se serena y el ego calla. 

Web del artista

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