Stories (ES)

Katerine de La Paz

Elegía en clave pictórica

Por Carlos R. Escala Fernández
 

…nos habíamos encontrando en lo profundo de un sueño,

pastoso y verde como el río desde la verja…

Antonio Benítez Rojo (Estatuas sepultadas)

 

Con la aplicación de La encajera de Vermeer, Katerine de la Paz prosigue su faena. Sus pasos han seguido en cierto modo y sin saberlo aquellos consejos de Rainer María Rilke a un joven poeta de la academia militar de las cercanías de Viena. No obstante, muy poco hay en común entre el cadete Franz Xaver Kappus, ávido de un guía que le condujera por los senderos de la creación, y esta joven que marcha firme en pos de sus sueños.

Lo que en etapas anteriores era producto compulsivo de la intuición y el deseo irrefrenable de hacer sin pausa, ahora se muestra, no menos activo pero con el aderezo de la paciencia, en un lenguaje más lírico y razonado fruto de amorosa tarea, pues en palabras del propio Rilke toda belleza es una callada y persistente forma de amor y anhelo.

Antes pudo señalarse que cierto prurito de referencialidad de espectadores avezados en la materia les daría trazas imaginarias de momentos puntuales de Lovis Corinth o Clyfford Still en las telas de Katerine, o al menos de confluencias formales que en realidad no han ocupado espacio alguno de su universo, por cuanto han surgido de una íntima necesidad y no de un vago peregrinar estético por los salones démodé del siglo XX.

Su curiosidad innata y espíritu inconforme han recibido el estímulo de una maduración visible de los recursos pictóricos. Por ello, se observan reminiscencias de Winslow Homer, Turner, Whistler, Caspar David Friedrich y hasta, si se quiere, del Campo de trigo con cuervos de Van Gogh y de las estampas de Hokusai. ¡Fatua vanidad del que se espanta ante lo nuevo, del que perdió la capacidad infantil de llorar ante lo sublime!

Sus piezas se resisten a la comparación mientras ella hace un gesto acostumbrado. Ya no le sorprende el intento frustrado de interpretación que se expresa como rotundo logro de erudición, o como duda socrática o humilde percepción del milagro. No, la encajera desecha el boceto y trabaja cada día armada de su inteligencia emocional. Sobre el fondo plano en apariencia se vislumbran torbellinos, nubes fugaces, surcos, gotas o chorros, trazos semiautomáticos que danzan al compás de la imagen que Es, que puebla su conciencia. Como en palabras de Severo Sarduy, ella ha salido a utilizar el caos, convocar el azar, insistir en lo imperceptible, privilegiar lo inacabado.

Los juegos paratextuales de sus trabajos anteriores ceden terreno ante la experiencia de la plasticidad de los pigmentos, que insiste en poner, capa tras capa, hasta encontrar el matiz y el efecto esperado, o acaso uno surgido al azar. No existen figura ni fondo, planos o dimensiones (superpuestos o fundidos entre sí), sino un campo infinito en el que se trastocan las seguridades gravitatorias del universo antropocéntrico. Cielo, Tierra, Mar… ¿están ahí?

No hay aquí ninguna tiranía ni juego maquiavélico entre métodos y fines, sino cumplimiento del concepto kandinskiano de que el artista no sólo puede sino que debe utilizar las formas del modo que sea necesario para sus fines. Expresa un deseo nuevo de compartir su travesía ante la vivencia de circunstancias personales diferentes que no cambian el pasado, pero sí moldean sobre la marcha el presente. El poder conmovedor de esta etapa actúa sobre la apercepción, en sus sentidos filosóficos y sicológicos, de modo que ante la primera visión de las piezas un amigo solo pudo decir: ahí yo veo los cuatro estados del alma.

El espíritu se vuelca con libertad e incluso ante la más gélida combinación cromática fluye una sensación de calidez que sobrecoge. Katerine no se adscribe al uso pictórico de significados asépticos y convencionales. Recurre al lirismo musical y literario que nace de su vocación artística y sensibilidad personal y no rehúye ni demoniza la negra oscuridad de la noche, ni la frialdad de un témpano; más bien, todo lo contrario, pues en su visión expresiva de lo abstracto vibra con acordes románticos.

Como en cada muestra suya o trabajo singular, queda siempre algo de las series anteriores. Por eso se habla aquí de evolución, porque se percibe el proceso de búsqueda intuitiva y consciente a la vez. Si se le intenta ubicar según las tres fuentes o clasificaciones que aplicaba Kandinsky a sus cuadros (impresiones, improvisaciones y composiciones) quedará en un plano intermedio entre las dos últimas, pues la intuición y la razón juegan a equilibrarse con su sensibilidad estético-emotiva como vehículo.

Esta alma creadora canta en un constante estado de introspección y autoanálisis, de expresión y anhelo de una realidad sicosomática, del ser y su aspiración. El sonido interno de la forma sería ilegible sin el contenido místico que emana de una comprensión del mundo eminentemente poética que equilibra cualquier desasosiego, que desborda los límites planimétricos y se trasmite por contagio ante el primer atisbo de las telas por esos profanos que nos atrevemos a hollar su espacio milagroso.

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