Stories (ES)

Miguel Ángel Salvó

Miguel Ángel Salvó en la encrucijada de la pintura

Por Suset Sánchez Sánchez

En sus Notas sobre la pintura de hoy del año 1952, Jean Bazaine argumentaba: “La pintura, en estos tiempos de desesperación es (…) una manera de ser: la tentación de respirar en un mundo irrespirable. El hombre pide constantemente a la pintura nuevas pruebas de su existencia. Y desde hace cincuenta años parece como si la pintura tuviera prisa febril en agotar los medios de aportárselas”.(1) Efectivamente, desde la posguerra las continuas declaraciones de muerte de la pintura se han sucedido cada vez con mayor frecuencia. En las postrimerías del siglo XX y el nacimiento del XXI, los lenguajes pictóricos han tenido que parapetarse en posiciones de resistencia para competir con medios cada día más sofisticados que han desplazado la mirada de los espectadores y capturado su atención. Mientras tanto, los artistas que continúan explorando las maneras de persistencia, narración, representación y crítica afines a un lenguaje inconmensurable como el de la pintura, se han visto obligados a reforzar el conocimiento del medio y a ahondar en su tradición historicista en busca de las claves que posibilitan que el cuadro y sus presencias expandidas continúen existiendo en tanto dispositivo de construcción de la imagen en la condición postmedia del presente.

En tal sentido, durante tres décadas, un artista como Miguel Ángel Salvó ha venido librando su propia batalla pictórica, al repensar y tratar de reconstruir los fragmentos dispersos de una tradición como la de la pintura occidental; intentando salvar los escollos que a través de los siglos han definido la evolución de un lenguaje y su voluntad de condensar un conocimiento sobre la “realidad” que rodea a los humanos y la representación de ese sujeto que la modernidad situó interesada y engañosamente en tanto centro de la imagen del universo. De ahí que la pintura de Salvó sea un diálogo con el canon occidental, pero desde la irreverencia y la sospecha de un hacedor periférico para el que dejan de tener sentido categorías binarias como las de “alta” y “baja” culturas. No en balde, ya a mediados de los años noventa la teórica y esteta Lupe Álvarez le bautizaba como un “neo-historicista tropical”. Y es ciertamente compleja la relación que la obra de este creador sostiene con el pasado de un medio como el pictórico, núcleo de las narraciones de la Historia del Arte. En ese sentido, la formación de Salvó tuvo lugar en plena efervescencia de los discursos postmodernos en Latinoamérica y la influencia del postestructuralismo francés en el pensamiento, la creación artística y la producción intelectual en la Cuba de finales del siglo XX. De hecho, un análisis pormenorizado de sus cuadros permitirá reconocer aquellos procedimientos de construcción del sentido tan afines a la crítica cultural y epistemológica de esas tendencias donde el lenguaje y su meta-reflexión devienen fundamentales.

Siguiendo esa línea de argumentación, podríamos entender cada obra de Miguel Ángel Salvó como un acontecimiento, un accidente donde se combinan el gesto o ademán pictórico mismo con el pensamiento; donde lo empírico y lo trascendental entran en comunión para revelar de un modo subrepticio la lógica mística -a la par que mundana- que asiste al artista. Esa potencia intertextual, el cruzamiento y solapamiento de textos de las más diversas procedencias y disciplinas, de múltiples y distantes referencias culturales, de tiempos y lugares aleatorios, convergen en la obra como una espiral o una elipse de signo neobarroco. Es ahí donde la certeza sobre lo que observamos en la superficie del cuadro es más nítida en la medida que sabemos que es apenas una visión parcial de lo que está oculto, lo que no es perceptible, lo que la luz no ha iluminado; o lo que es lo mismo, lo que no se ha dicho y hay que intuir en la sombra. Siendo así, quizás lo más atractivo de las obras de Salvó no sea su apariencia exquisita, la combinatoria perfecta de lenguajes de la historia del arte donde encontramos los códigos visuales del Muralismo mexicano, el Realismo Socialista soviético, el Neoclasicismo francés o el Barroco holandés, sino la búsqueda de esos estratos ocultos que subyacen en su pintura y que necesitamos compulsivamente adivinar entre los empastes del cuadro para trazar las relaciones y líneas de fuga que se orquestan en la composición y que conducen nuestra mirada de un lado a otro de la tela. En esa trayectoria que recorre la imagen es entonces donde encontramos al Salvó más metafísico o metafórico, lector hábil de narraciones teológicas o crítico exégeta de las teorías científicas más arriesgadas o trasgresoras en ocasiones, y en otras, al guajiro de Holguín de verbo fácil y coloquial, de chiste rápido y humor sofisticado, que es capaz de resumir en un refrán o en una oración la urgente crónica social en clave de denuncia, al estilo de la mejor sátira de un William Hogarth o un Carl Spitzweg, o de los luboks populares rusos. Diseminados por la superficie del cuadro hallamos esos destellos de historias que comentan el presente, mientras son arropados en un palimpsesto historicista donde danzan manieristamente Holbein, Durero, Velázquez, Goya o Siqueiros. “Cuando él llegó se acabó el Maleconazo”, reza uno de sus cuadros literalmente. El texto es una fina línea que interrumpe como una saeta el empaque heroico de la escena representada por medio de una figuración grandilocuente, culta, académica, cuya densidad es rebajada por ese alarido terrenal que huele a calle y a un ahora donde queda ahogado el tiempo histórico para devolvernos a los apremios de la vida social en este presente cada vez más convulso. Quizás el artista quiere significar que las historias en minúsculas que contravienen los grandes relatos oficiales son justamente las que se escriben desde los márgenes, en los márgenes, con los marginales y siempre al margen del poder.

A su modo, y sin escatimar en la complejidad y los entresijos enrevesados de la narración, Miguel Ángel Salvó podría ser un pintor de historias que se repiten cíclicamente para desvelar la condición compleja de lo humano. Nótese que preferimos hablar de “historias” y no de una pintura de historia en sentido estricto, si bien el artista incorpora a sus composiciones muchas de las características formales que fijaron este género pictórico, especialmente el contenido alegórico y el uso de parábolas, tan afines a las representaciones religiosas de las que Salvó es un profundo estudioso. No en balde, en medio de la profusión de figuras que habitan sus obras, emerge un bestiario como repositorio moral que comenta ese mundo en el que el artista está condenado a existir y del que no puede evadirse, porque la realidad mediatizada le llega a cada segundo como un bombardeo constante de información sin jerarquías y con muchos filtros ideológicos que le llevan a declararse en una insurrección permanente. Fútbol, televisión, moda, las historias locales de los lugares en los que ha residido, como Holguín, La Habana o Mallorca, las ideas de Richard Dawkins, Galileo o Severo Sarduy, conviven promiscuamente en sus lienzos transformando el cuadro en un espacio heterotópico que deviene en un lugar otro en esta época sobre-saturada de imágenes e información. Cuando aparecen en sus telas el lobo de Caperucita, la gata de Karl Lagerfeld, los avestruces y jutías que proveen de una utopía proteínica el discurso disparatado del poder político en una Cuba en tiempos de recesión económica y crisis alimentaria; o el husky siberiano –esa raza de perro originaria de Siberia, vaya por delante esa “coincidencia” geopolítica– que se rumorea es la mascota de Raúl Castro, Salvó nos está interpelando a través de un discurso sobre lo ético que ubica en los paisajes locales y nacionales el comentario histórico y la anécdota costumbrista. 

Al respecto, tomemos como ejemplo un pasaje en el que el propio artista describe esas intersecciones históricas en la pieza Desfile por la Alameda de Extramuros (2016, acrílico sobre lienzo, 81 x 146 cm):

…al centro enhebra el tema de la pasarela y de la familia [se refiere a la pasarela de Chanel en el Paseo del Prado de La Habana en 2016]. En su lateral derecho está Omara Portuondo, tomada de una foto del desfile de Chanel, frente a las modelos de Dior en la URSS. Detrás de ella está el Chori, en una escena del documental PM de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, que fue filmado en 1961, el mismo año en que se declaró el carácter socialista de la Revolución cubana. Todo está pintado a la manera del Realismo Socialista, quizás al modo de Tetyana Yablonska, Arkady Plastov o Vladimir Sérov, que eran naturalistas duros, cerrados a los “efluvios formalistas” de la vanguardia, y donde mejor se demuestra que naturalismo y realismo pueden ser todo lo contrario. La escena de la izquierda es expresionista, y es una apropiación de un cuadro de Boris Ioganson, El interrogatorio de los comunistas (1933). Ioganson pasó de la defensa del Constructivismo al Realismo Socialista más gris y panfletario. He pintado la escena invertida y la he convertido en un rey Saúl que intenta lancear al joven David, futuro rey de Israel (…). Jiménez Leal dijo que luego de la exhibición de PM en Casa de las Américas leyó la novela 1984 de George Orwell y la vivió. No había límites entre realidad y ficción. Hay además en una esquina inferior del cuadro una cita al famoso lubok del barbero que habla de las reformas de Pedro I. El velo de hablar oblicuamente de Cuba en mis cuadros es quizás por autocensura…(2)

Nos referíamos anteriormente a la naturaleza de accidente del cuadro, a lo que Salvó se refiere haciendo uso del concepto de “pentimento”, es decir, aquellas alteraciones en una obra que ponen en evidencia los sucesivos cambios en la idea de un cuadro que experimenta el artista en su proceso creativo y sobre el contenido y la forma misma de lo que representa. Esos “arrepentimientos” en los que se traducen las incertidumbres de la creación y del pensamiento artístico en lo relativo al lenguaje propio de la obra, a sus contenidos y al modo en que el artista en tiempo real atraviesa el desasosiego de la creación en consonancia con la percepción de un determinado objeto estético y de la realidad. De hecho, resulta sumamente interesante contrastar las diferentes fases del registro documental de una obra de Miguel Ángel Salvó para poder ver las sucesivas capas de intertextos que conforman el palimpsesto de un cuadro; así como las maneras en que se articulan los procedimientos y métodos pictóricos, en los que el artista mantiene un apego a normas tradicionales de la pintura como la proporción áurea para trazar la estructura compositiva del lienzo.

Sin embargo, las huellas de la tradición no son más que pretextos para pensar sobre la pintura, ya que en la obra de Salvó todo gesto y alarde de techné nace del desacato a las normas y acredita una actualidad pletórica que cuestiona y hace un ejercicio de deconstrucción del oficio y el espacio pictóricos. La ilusión académica en sus lienzos es una excusa para poner en crisis las formas aprehendidas de construcción y reproducción de las imágenes. Su ruptura de los planos compositivos quiebran el aura de la representación y el trompe l’oeil para convivir orgánicamente con modelos de montaje narrativo procedentes de otros lenguajes como el del cine, el cómic o la televisión, para rebajar la gravedad histórica de la pintura.

Quiero terminar este texto con las palabras del propio Salvó, quien advierte que “la pintura fue y sigue siendo una cosa mental” y hace una declaración explícita de su nomadismo y eclecticismo para puntualizar sus intenciones de permanecer situado en esa encrucijada que encarna lo pictórico hoy, porque ahí es donde encuentra el territorio fértil de su personal rebelión ontológica:

Mis cuadros son disecciones de modos de hacer pintura. Su gran collage temático incluye la yuxtaposición de tantas componendas visuales como soy capaz de arremolinar, y sigo ensanchándome con gran voracidad. Hago cuadros sin terminar, en los que voy dejando registros de cada parte del proceso: se ven tachaduras, líneas compositivas áureas, personajes que emergen como pentimentos velazqueños; con esos rastros armo nuevas escenas. Junto a escenas naturalistas hay rejuegos formales en los que el azar es controlado. Accidentes controlados les llamó Siqueiros. Es algo que se remonta al perro babeante de Protógenes homenajeado por Velázquez en su caballo en escorzo con Olivares encima. Hay pequeños apuntes, cosas marginales. Aquí se unen la práctica del cuaderno de notas y la obra procesual, y el rictus de la gran pintura, lo transvanguardista y lo tradicional. Llego a la Bad Painting, al trabajo sucio. Vale decir que los pentimentos son trampantojos, las rectificaciones de errores son engañifas. Así, los rudimentos mismos de hacer pintura son tropos para hablar de la realidad. La obscuridad semántica privilegia el chillón disfrute barroco de lo visual, pero un banquete autónomo en el que toda naturaleza está muerta resultará siempre inquisitivo.

  1.  Jean Bazaine, Notas sobre la pintura de hoy. Pontevedra: Gráficas Torres, 1952, p. 107.
  2.  Todas las citas de Miguel Ángel Salvó que aparecen en este texto son extraídas de un correo electrónico enviado por el artista a la autora el 22 de junio de 2019. 
Revista arte cuba
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