Stories (ES)

Onay Rosquet

Como el que no quiere las cosas

Por Nelson Herrera Ysla

Las acumulaciones de imágenes son propias de estos tiempos en que vivimos pues las redes sociales han multiplicado este fenómeno a niveles insospechados. El arte lo había iniciado en tiempos lejanos como el Renacimiento y el Barroco y asomó sus narices en la modernidad con los muralistas mexicanos, Erró, Tinguely, Torres García, Jason Rhoades, Annette Messager. En Cuba la sobriedad y la síntesis se impusieron en nuestros modos de ver y crear aunque superposiciones y yuxtaposiciones sobrevolaran de vez en cuando el canon occidental, como nos advirtió Carpentier acerca de cultura caribeña y latinoamericana en general, sobre todo en la arquitectura y las artesanías. En las artes visuales los ejemplos se dirigen hacia gran cantidad, a veces multitud, de elementos en una misma obra: ahí están René Portocarrero, Amelia Peláez, González Puig, Carmelo González, Gilberto de la Nuez, Manuel Mendive, Ever Fonseca, Zayda del Río, Douglas Pérez, Rubén Alpízar, Joel Besmar, en el dibujo y la pintura.

De ellos se nutrió Onay para hurgar en la memoria personal, familiar y, por momentos, social, que día a día identifica y modela nuestras actitudes y en la que se hallan variedad de componentes materiales y espirituales. Siendo muy joven creador ya reconoce el rol del pasado, de los legados individuales y colectivos en la conformación del sistema de símbolos y señales culturales que todos portamos. Se instala y regodea en sus significados como origen de muchas cosas, a los que volvemos una y otra vez cuando la nostalgia o el recuerdo nos hacen reflexionar en un determinado instante. Solos, circunstancialmente olvidados e ignorados, objetos e imágenes saltan de nuevo a nuestros ojos para decirnos algo que sospechábamos, que deseábamos, y despertar así fibras sensibles desde lo más profundo del ser.

Lo que una vez ocupó un espacio trascendente, y ahora quizás de total nimiedad, en nosotros, él lo conduce hasta el presente con el vigor de la pintura hiperrealista a tal punto que confunde al ojo entrenado y nos seduce con la duda de toda legítima expresión estética. La buena pintura inquieta el conocimiento: lo aparente y lo real transmutan en un juego de espejos interminable. Eso lo conoce Onay y de ahí que crea en la vía del retorno al punto de partida, tal como Borges dedujo de toda creación humana, no sólo literaria. Manos asombrosas y delicadas tiene este pintor para la recreación de una realidad que parecía olvidada y muerta, pues ellas le insuflan vida a lo aparentemente yerto, enterrado. El hiperrealismo de los 70 y los 80 vuelve en su obra pictórica como si la fotografía inspirara otro acercamiento diferente a lo digital o analógico, tal cual nos acostumbraron Andrew Wyeth y Tomás Sánchez.  La pintura, quiere decirnos Onay, es un paso más allá de lo fotográfico en su lucha por reflejar lo real de tantos objetos queridos sublimados por el tiempo. La pintura puede ganarle todavía terreno en ese sentido, y él lo demuestra con pasmosa seriedad.

Luces y sombras se igualan en veracidad y fuerza, hasta en los papeles y cartas acumulados también en una gaveta, ya sea de madera o cartón. No sé si contemplo una pintura o un cajón de sastre, ahora de arte, aun cuando lo retiniano es lo menos significativo. Lo vital, lo esencial, son las intensidades de la emoción al comprobar que hemos sido engañados por el oficio magnífico del pintor. Se trata, una vez más, de la verdad de las mentiras a las que alude Vargas Llosa y que este pintor ubica en los primeros planos de su discurso estético. Lo que demuestra la vigencia de expresiones y tendencias artísticas en cualquier ámbito y tiempo pues, como dijo alguien, todo arte es contemporáneo.

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