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Rubén Fuentes

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Paisajes suspendidos

Por Suset Sánchez Sánchez

La propuesta estética de Rubén Fuentes no puede estar desligada de la larga tradición del paisaje y de una exploración teórica y práctica sobre la evolución de un género que transita desde el canon académico hacia las más heterodoxas rupturas en los lenguajes del dibujo y la pintura. A tal punto, que este artista llevó su interés a la investigación con la que obtuvo el grado de Doctor en Arte, abordando las influencias Zen de las pinturas monocromas orientales en el arte cubano contemporáneo. En ese sentido, Fuentes se revela como un profundo conocedor de la construcción visual de composiciones paisajísticas que complejizan las maneras de mirar y comprender un género. Su trabajo debemos situarlo en la intersección de plurales genealogías y modelos históricos de la pintura de paisaje y de la filosofía, que exceden la ubicación monolítica de una geopolítica de las imágenes y que beben de una cultura visual rica, expansiva e incluso contradictoria. Esas tensiones entre distintas herencias e imaginarios, incluso llegan a confluir en los lienzos de Rubén como una suerte de fantasmagoría, un estado de meditación y enigmática reflexión en la que parecen quedar suspendidos los paisajes en sus cuadros y en el cual se sumerge el espectador una vez que se encuentra frente a la obra. Es en ese instante en el que una latencia indefinible que impregna estos paisajes se transmite a quien los observa, alejándole de distracciones vacuas y concentrando la mirada, educándola en un tiempo otro, lejos de la vida mundana y precipitada del presente. 

Precisamente, en Paisajes para el antropoceno, el artista reúne un grupo de obras en las que la representación parece intentar distraernos de las contingencias del devenir histórico sobre la fisonomía del paisaje. La contenida expresión de estas imágenes desprende el aliento ambientalista y ecológico de una utopía que plantea un tiempo y un espacio fuera de la historia y del paradigma lineal y de progreso de la modernidad occidental. En estas eras imaginarias lo humano no constituye una presencia invasiva cuya acción modifica y erosiona la tierra, sino que lo antropomorfo se mixtura en la naturaleza existiendo como cuerpo mismo que define la silueta del monte, de una montaña, de una roca, del follaje de los árboles. Sin embargo, lo ilusorio de estas formas por momentos podría emular las vistas privilegiadas que hemos tenido en aquellas ocasiones en que hemos dejado atrás la ciudad. Cuando decidimos escapar al campo y sentir, mirar u oler de otro modo, con sosegada quietud. Esas raras veces en que nos permitimos un estado de apacible contemplación y comenzamos a adivinar formas en los surcos que la lluvia ha dejado en el lodo, en las nubes encima de nuestras cabezas, en  el cerro que corta el horizonte, en la hierba que ha quedado aplastada por las pisadas previas.

La obra de Rubén Fuentes posiblemente busca ese tipo de relación simbiótica y espontánea con el entorno, sin forzarlo ni colonizarlo, sin el ejercicio desmedido de la violencia del hombre sobre el planeta que ha significado el antropoceno en tanto concepto científico y cultural para explicar el impacto geológico de los seres humanos como una fuerza ambiental que modifica y transforma la superficie terrestre. Estos lienzos muestran la idea de un escenario posthumano, donde la agencia del hombre ha quedado diluida entre tantas otras, sin definir una jerarquía en el uso y control de los recursos naturales. Las imágenes que describen estos paisajes construyen una narración alternativa que difiere de la escritura histórica, del sistema mundo moderno colonial y del capitalismo global. 

Pero más allá de los relatos posibles, es necesario pensar en esta pintura como un proceso de autoconocimiento y de comprensión del sentido de la realidad para el artista. Destacando especialmente la capacidad de observación y concentración en la condición relacional del acto y el gesto pictórico, algo evidente en obras como Paisaje abrupto nacido de una mancha de tinta (2018) o Ryoan-ji (2018), donde Fuentes articula características como asimetría, simplicidad y naturalidad presentes en las artes del Zen. El accidente, la economía de medios y la práctica disciplinada de la contemplación son los elementos aprovechados por el artista cuando prestó atención al devenir del proceso pictórico en sí, despojando la composición de todo recurso aleatorio –lo que incluye el color– y amplificando la llamada de atención del espectador sobre aquello que es esencial en la atmósfera del cuadro.

Pero lo “esencial” no es una categoría o una definición inamovible, sino que se estructura en la deriva misma de la experiencia del artista, en su historia de vida. Por eso, tal vez en las piezas Vínculos I y II (2018) los detalles decisivos se encuentran en los sutiles brotes de un signo de la nación cubana como la palma real en la abrupta superficie del paisaje, o en la diminuta figura que en una barca se aproxima –o aleja– de las rocas antropomórficas. Para un creador cuya producción intelectual y artística acontece en las circunstancias de la diáspora, esa tierra convertida en cuerpo, en sexo, en cópula, en lactancia materna, adquiere una dimensión simbólica y afectiva respecto a un contexto de pertenencia. No en balde, quizás es en el casi invisible reflejo de esos farallones de enmarañada vegetación en un vacío creado por trazos y manchas –en el cual se intuye el agua–, donde podemos reconocer la maldita circunstancia que decretaba Virgilio Piñera en La isla en peso

Casi todo en estas imágenes a las que nos enfrenta Rubén Fuentes indica la operación cuidadosa de observación que las contiene y de la cual emergen. Pero al unísono desvelan que el principal mecanismo para acercarnos a ellas debe ser también la mirada minuciosa, exhaustiva, sin la pretensión de conquistar un significado, sino con la paciencia del que anda por este mundo movido por un prístino deseo de aprender a estar y a convivir en armonía con todo lo que le rodea, sea perceptible o no, conmensurable o no. De hecho, Fuentes se empecina en poner en valor esa práctica donde es primordial la contemplación más que la producción o la posesión, y así lo verbaliza en sus paratextos: Lo que vi en un árbol del parque des Buttes Chaumont I y II (2018), Lo que vi en mi mesa (2018). En sus obras hay un desplazamiento continuo de escalas y entre disciplinas del conocimiento –científico, filosófico, teológico, etc.– que posicionan al sujeto como uno entre los muchos factores que intervienen en el devenir de la existencia.

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