Stories (ES)

Patricio Rodríguez

Laberintos de papel

Por Julio Lorente

La primera vez que vi la obra de Patricio Rodríguez, me sorprendió su calidad manual tan precisa, tal parece que una máquina experta en subjetividades hacía de las suyas. No pude pensar –desde ese día– más que en Jacques Derrida y aseveración de que “no hay nada fuera del texto”. Ciertamente, una imagen de totalidad en la que el texto amplió el carácter escritural y abarcó –entre otros– un arañazo, una incisión, y donde lo ideográfico como espacio de repliegue torna en una “huella instituida” la realidad. Y esta noción de huella, de membrana constituida por capas significantes, bien se acopla con las imágenes logradas por este artista, en lo que influye, sin duda alguna, su formación como grabador. 

La tradición del grabado en Cuba fue la primera que recreó y exportó los primeros imaginarios nacionales. Las estampas bucólicas de Laplante, Garneray o Landaluze, por ejemplo, modelaban un criterio altamente subjetivo y estetizante que encubría la hegemonía del poder colonial. El grabado como mascarada gráfica, como multiplicidad que patinaba la cruda realidad histórica. 

El magisterio de Carmen Méndez en la formación elemental y posteriormente en la academia de San Alejandro, las influencias de Eduardo Hernández, Norberto Marrero, Alexander Richard y, sobre todo, Belkis Ayón, pautan un camino de influencias e indagaciones en los inicios de la carrera de Patricio Rodríguez.

El cambio generacional que se produjo en el Arte Cubano en la década de 1990 y que Lupe Álvarez definió como “la vuelta al oficio” articuló, en el desastre económico del “período especial”, una “ontología de la precariedad”. 

Con este preámbulo, quizás podamos entender esta obsesión factual que hace que este artista logre esa fantasía ludita ensayada por Lewis Mumford en Técnica y Civilización; la mano que crea a la máquina no quiere perder al mismo tiempo su vitalidad como “artefacto tecnológico” amparada en la idea de la precisión manual. Por eso los papeles calados de Patricio Rodríguez tienen un aspecto maquinal, precisos como engranajes sofisticados de un aparataje interior, subrepticio y a la vez “humano, demasiado humano”. 

La mano, el calador, un pliego de papel y el tiempo son para Patricio Rodríguez herramientas metafísicas con las que reconstruye el caos y el orden. Lo caótico se advierte en el rasgado; la forma interrupta, el fragmento ausente que a su vez hace visible los visos de otra realidad, de otra imagen acoplada que se con-funde y se deja drenar por sucesivas capas que terminan siendo sustancia. El orden es la inusitada armonía, un equilibrio expresado en sucesivos ahuecamientos y enlazamientos como compenetración de figura y fondo, fenómeno y fundamento y que terminan grabando una imagen hermosa y compleja como la espiral ignótica de un nautilus.

Huellas, líneas, perímetros, moldes, rostros, mapa de lo intrínseco y de lo imaginado esbozan las formas de sus desplazamientos. La Habana-Monterrey-Miami han sido tres ciudades vitales para Patricio Rodríguez, ciudades que han marcado las etapas de su trabajo, y por las que ha pasado dejando un recorrido triangular acotado por sucesivas líneas de idas y venidas no muy diferentes a las que utiliza en sus laberintos de papel. 

En La Habana –ya advertíamos esta “ontología de la precariedad”– la imposibilidad de una variedad técnica cifraba en el papel un material casi único sobre el que crear variaciones improvisadas, como teñirlo con tinta y óleo, al no poder encontrar una variedad de papeles de color de factura industrial. 

Una vez instalado en Monterrey, México, se advierte una sofisticación en la puesta en escena de las obras y sus variedades materiales. La exposición de las calacas (2012) ilustra esto, la vida y la muerte enlazadas por ese símbolo a su vez tan importante en la imaginería cultural mexicana que tiene en la celebración del Día de los Muertos su apoteosis: la calavera o calaca. 

Al día de hoy, en Miami, al parecer de paso pues Patricio Rodríguez también se nutre del viaje y la libertad que supone evitar raíces territoriales, su obra alcanza un nivel de síntesis que significa madurez creativa. Y ahí ese

efecto de completitud y sagacidad de obras como la serie Circles (2020). O series de factura más reciente como Le Voyeur (2022), donde el carácter literal y de “desvelamiento destructivo” que observa el filósofo Byung-Chul Han en la pornografía queda anulado pues, con sutileza poética, el artista va calando fotos pornográficas donde lo ordinario de lo explícito sexual queda reconstruido por una membrana de agujeros que nos devuelve, como espectadores, el poder de la evocación. La belleza como escondite. 

Este artista huye de la totalidad, prefiere el fragmento enmarañado, el recorrido subrepticio del reverso, la hoja de yagruma al atardecer. Rainer Maria Rilke comentaba que el hecho de ver, era como una herida, una penetración a lo desconocido del yo desde una oquedad. Esto es el universo creativo de Patricio Rodríguez, una abertura hacia lo complejo. Un asomo a las sucesivas líneas caladas por la subjetividad.

Patricio Rodríguez
Patricio Rodríguez
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