Stories (ES)

Rodolfo Valdés

El paisaje como diálogo

Por Wendy González Rojas

Es una obra artística capaz de rivalizar, en belleza y maestría, con el mundo de lo Natural? Las creaciones de Rodolfo Valdés Montes de Oca se nos revelan de tal manera; tienen la capacidad de retornarnos a tan ontológica relación y aunque no precisen en absoluto de discursos que como muletas le sustenten, en todo caso, es un honor hacerlo.

Valdés Montes de Oca nace en La Habana en 1981 y desde pequeño hace del arte su patio de juegos; es por ello que realiza todo el recorrido formativo, desde el nivel básico hasta el superior, para finalmente decantarse por la especialidad de Grabado. Al culminar sus años de estudio, ejerce como profesor de dicha materia, en la Academia de Bellas Artes de San Alejandro –análisis aparte merece el fenómeno de formación como grabadores de tantos geniales pintores cubanos– al tiempo que de manera autodidacta, comienza su andar por el paisajismo. Ante tal reto, dos faros le sirven como guía, Domingo Ramos y Tomás Sánchez, ambos referentes obligados de la disciplina paisajística y es menester expresar que Valdés Montes de Oca pisa con fuerza y magisterio por senderos de grandeza. 

Del primero comprenderá el dinamismo compositivo, la tendencia a abandonar el paradigma yacente y reposado, tan caro al género, para apostar por un mirar que pondera en minuciosidad y primeros planos a algún detalle sobre el resto; dinamismo que aparece reforzado a través de su gusto por los encuadres de tipo fotográfico, aquellos que dejan entrever vida más allá de los límites del marco, a la manera de las lecciones y bailarinas de ballet de los lienzos de Degas. 

Rodolfo Valdés conoce el cómo dichos procederes, al ser afines a nuestro humano modo de observar, mueven a percibir lo representado de manera entrañable y familiar; quiebre de la cuarta pared donde el espectador se halla en la tesitura de seguir la ruta marcada, de completar el resto del rompecabezas que no le es develado. No será en su caso el paisaje mero  fondo, postal, coloso intimidatorio o solitaria pieza de lucimiento, sino acertijo y complicidad; cálida sensación que encuentra amparo en la escala de las obras, pensadas a nuestra medida, como si de una vuelta al Renacimiento se tratara, una confianza en nuestra capacidad de conectar con el entorno y mantener un diálogo de iguales.

De ambos maestros cubanos heredará el gusto por reflejar lo tupido del monte, por la fronda y el virtuosismo con que es revisitado. Es principalmente en la minuciosidad y realismo del follaje donde el rigor del grabador se hace patente, pues parece prestar a su pincelada la exactitud y compulsión de la gubia, alcanzando con ello unas cotas increíbles de verosimilitud. Quizás tanto oficio pudiera traer consigo un sentimiento de extrañeza ante la apabullante fidelidad con que capta la verde espesura, por ello resulta en extremo interesante la vuelta de rosca donde el espectador olvida el efectismo intrínseco a todo arte para admirar y regresar a la constante y siempre presente belleza de lo natural.

Por aquello expresado anteriormente pudiéramos sentir sus obras como ventanas, hermanas de lo narrado por José Lezama Lima en su ensayo de título homónimo sobre La expresión americana: “El paisaje es la naturaleza amigada con el hombre (…) Primero la naturaleza tiene que ganar al espíritu; después el hombre marchará a su encuentro.” Y cómo ser de otra manera cuando trabajo, disfrute y vida comparten las mismas horas. El pintor descubre montes de la mano de familiares y también acude a instantáneas de amigos que las colman con sus recuerdos; entonces cuando no está frente al lienzo ya le está pensando y al observarle en la faena se contagian sus musas, irradia alegría del proceso. No sorprende por tanto lo prolífico de su quehacer; bella fortuna casi siempre amiga del gremio de los paisajistas, quienes suelen crear de manera constante, siendo cada obra semilla de la siguiente.

Cabe destacar que este pintor huye del patetismo romántico de tintes violáceos y lugares comunes. La luz y el color no sirven aquí de artificio, sino que funcionan como testimonios y vehículos sobre los que discurre la experiencia; de ahí que serán raros los ambientes dramáticos, las escenas bucólicas o los atardeceres rosas; la obra es despojada de adornos innecesarios y por este cariz honesto es que se granjean gran parte de nuestra simpatía. Pudiéramos clasificarle como un retorno a lo clásico, como un arte que pese a beber de varias fuentes de la tradición, no se aferra a la autorreferencia tan común en tiempos actuales, sino que vuelve a hacerse las eternas preguntas hallando el asidero en lo cotidiano, partir de la máxima de ser local para ser universal.

Su trabajo es constante evolución y no suele repetir la fórmula aprendida; cada lienzo se erigirá como un hecho único y será afrontado en consecuencia. De esta suerte podemos toparnos con representaciones casi hiperrealistas, que ponen en valor el grado de dominio de la pintura académica, y por otro lado, piezas que muestran una pincelada marcada, dura, llena de dinamismo y expresividad, de colores que se solapan y se contraponen para dejar una huella en forma de imagen viva. Cada tema parece cundir de singular urgencia, más hijo de la vivencia, exige su propio lenguaje. 

Cada lienzo un mundo y cada día una grata conversación.

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