Una luz interior
Por Rigoberto Almaguer
En la historia de la pintura cubana nunca ha dejado el paisaje de constituir una fuente inspiradora para numerosos artistas. Se puede afirmar que en el panorama del arte cubano actual, existe poca diversidad en el tratamiento de este tema debido a diversos factores entre los cuales cabría señalar dos de ellos. En primer lugar destaca una voluminosa producción destinada al mercado turístico (principal ente consumidor de arte en Cuba). Y en segundo lugar resulta imposible ignorar el impacto generado por la obra paisajística de Tomás Sánchez, la cual ha devenido en furor cuando no escuela. Es precisamente, al margen de estas corrientes homogéneas que se destaca la muy particular visión de Leonel Pérez Morejón (La Habana, 1986). Es en su obra, La Habana la gran protagonista. Mas no es esta la ciudad bulliciosa, carnavalesca y saciada de luz que estamos acostumbrados a ver en los tinglados turísticos y que se vende a voz en cuello a los cuatro vientos. Asistimos aquí, llevados de la mano de este artista, a una Habana siempre en penumbras, escasa de luces y carente de seres, una ciudad sombra de sí misma, la cual actúa a un tiempo como seductora y cómplice del espectador. No pocos entendidos han establecido un paralelo entre la obra del pintor norteamericano Edward Hopper y el trabajo de Leonel. Y aunque desde el punto de vista formal ambas obras difieren bastante, tal vez ese nexo que las emparenta se halle en el silencio y la soledad que ambas rezuman.
Como ha señalado acertadamente el teórico Alain Badiou: El arte es un procedimiento de verdad, cuya verdad es siempre la verdad de lo sensible en tanto que sensible.1 Si compartimos esta reflexión no podremos obviar el trasfondo social formativo en el cual han sido engendradas ambas obras. En el caso del pintor norteamericano se trató de la Gran Depresión de los años 30 y para el caso del pintor cubano lo ha sido la gran crisis cubana de “siempre”. Por ello de la obra de Pérez Morejón emanan sentimientos inquietantes: inseguridad y desasosiego. Aunque Hopper rehusó repetidamente dar razones sobre su trabajo escudándose en “La respuesta completa está en el lienzo”, leía intensamente a Freud y dejó escrito hacia el final de su existencia: Tanto de cada obra de arte es la expresión del subconsciente que me parece que la mayoría de las cualidades importantes están colocadas inconscientemente, y pocas de importancia por el intelecto consciente.2
Esta declaración del pintor norteamericano también resulta válida a la hora de abordar el trabajo del artista que nos ocupa. A través del retrato, y se puede emplear aquí el término en su cabal acepción, que hace Leonel Pérez de los mundanos y conocidos rincones de la ciudad transformados por obra de la noche y la deficiente iluminación en esos lugares “extrañamente familiares”, nos transmite el pintor con gran efectividad esa sensación tan incómoda que llamamos desamparo. De día experimentamos el ser acogidos por ellos, de noche, en penumbras y solitarios, nos resultan inhóspitos. Son estos páramos urbanos donde la oscuridad pone al descubierto hasta nuestros más ínfimos temores. En lo formal, y a diferencia de Hopper, el realismo con el que pinta Leonel llega a lo fotográfico sin ser hiperrealista. Esto significa que aunque el pintor se ciñe con saña al modelo, siempre queda en evidencia la huella del pincel manejado, fuerza es reconocerlo, por una mano muy habilidosa. Su obra carece del rasgo impersonal que caracteriza toda obra hiperrealista.
El artista nos ofrece una disertación de lo que es capaz de hacer la luz cuando juega a deslizarse por el lente de una cámara. En estos lienzos, y con un gran oficio, se explora una dilatada escala de valores: desde el fulgurante blanco de una luminaria pública, pasando por innumerables claroscuros intermedios, hasta el negro más absoluto. Pero donde verdaderamente el pintor se aplica con rigor, es recreando la sensación de autos en movimiento, del tipo que se obtiene al alargar la exposición durante una toma fotográfica. Y tal vez resida aquí uno de los rasgos distintivos de la obra de este artista. Porque no se trata de autos al azar, sino de los viejos autos americanos de los años 50, los cuales dada su abundancia y permanencia se han convertido en elementos indisolubles del paisaje habanero y por extensión de toda Cuba.
He aquí una idea que nos cautiva: la obsesión por imprimir dinamismo, léase contemporaneidad, a lo desfasado, a lo pasado de moda. Quizás sea así, como Leonel interpreta el ansia cubana por la modernidad, transformando en un indiscutible tour de force la imagen del auto antiguo que se desplaza a toda velocidad. Puede que el gesto no vaya más allá de una especie de voluntarismo estético, pero sin embargo encarna muy bien el anhelo renovador de una sociedad estancada tecnológicamente y deseosa por actualizarse. Los lienzos de artista, a la postre, transgresores de la mera función hedonista latente en sus paisajes. Con su poder sugestivo e intrigante constituyen una mirada al alma cubana contemporánea. Un atisbo a esa titilante pero inextinguible luz interior.