El Trópico distópico
Por Antonio Enrique González Rojas
La obra pictórica de Adrián Socorro (Matanzas, 1979) exhala la fragilidad de las imágenes que se diluyen en la retina, justo cuando los párpados se cierran protectoramente ante un exceso abrupto de luminosidad. Sus figuraciones parecen perpetuar la fugacidad del instante exacto, cuando las formas se resisten una última vez a la sobresaturación fúlgida que ha engullido previamente sus contextos. Eliminando toda percepción volumétrica. Desliendo cualquier posible diferenciación en su esencialidad universal, absoluta.
Así, aunque sus paisajes y marinas frugales, los estudios objetuales de sintético signo gráfico y alegorías animales con cierta voluntad de muy personal bestiario “doméstico” apuestan todo al minimalismo compositivo y la condensación simbólica, en verdad terminan revelando una dimensión atípica del horror vacui. Dimensión articulada a partir de la omnipresencia luminosa: única realidad donde cualquier esbozo resulta apenas fata morgana. No hay nada más carente de vacío que la luz aglutinadora de todo lo posible.
Socorro busca, pues, que la luz contraste consigo misma. Liberada finalmente de la oscuridad como imprescindible opuesta complementaria, se revela como mónada unívoca donde convergen e irradian todas las formas, como simples avatares temporales que no tardarán en regresar a su matriz, luego de un efímero periplo, ilusoriamente independiente. Ya que todo siempre se ha tratado de la brega entre el vacío —resumido en la oscuridad, y la plenitud— identificada con la luz. La ausencia absoluta contra la omnipresencia.
Las formas diluidas de Socorro dialogan con el Suprematismo, donde las puridades geométricas de Malevich levitan autónomas en su perfección arquetípica, como máximas encarnaciones de los sistemas de paradigmas de la Modernidad. Mientras que la obra del cubano se posiciona en innegable perspectiva posmoderna, con un derretimiento de los grandes esquemas lógicos más pronunciado e ineluctable que el deshielo de los polos terrestres. Propone cada una de sus pinturas como una deliciosa contaminación de todos los elementos, concebidos entonces desde la total permeabilidad plástica, que los convierte en legítimas emanaciones de la crisis representacional asumida como norma(lidad) en estas épocas.
Así, la soportable gravedad de la luz, que pudiera motivar la deducción de basamentos impresionistas en las pinturas de Adrián, conduce su interpretación hacia un discurso sobre la flagrante fragilidad e ilusoriedad de toda representación, de todo constructo cultural articulado siempre a partir de la síntesis —ergo reducción— de fenoménicas a modelos finitos en su capacidad dialéctica, siempre condenados a una fecha de caducidad.
Toda representación es por ende insuficiente, y la acumulación de significados termina quebrando el exoesqueleto, manifestando su naturaleza expansiva, su mutación indetenible. El movimiento como única constante. Así, la obra de Socorro puede apreciarse como una dinámica deconstrucción expresionista de las iconografías. O como registros del imago en plena desintegración; muy acorde con los presupuestos que puede manejar un hijo, —como es el artista— de la primera generación cubana huérfana por el deceso de algo tan paradigmáticamente moderno como la Utopía, y consecuentemente adoptada por la Posmodernidad distópica.
Desde una perspectiva discursiva, Socorro imagina más y más agrias alegorías sobre la desquiciante condición de la insularidad cubana, y la sinonimia que para los nacionales guardan en estos tiempos los términos “sacrificio” y “suicidio”, “nación” y “coyunda”, “patriotismo” y “redundancia”. Con todo y el guiño suicida al revólver pop de Warhol que es Isla, devenida profunda disección psicosocial del país.
Mientras que Pinocho miente porque puede es abierta referencia a la pretensión de poder absoluto y la hegemonía totalitarista, Orador frisa los confines del humor político, empequeñeciendo a este adalid del proselitismo vacuo hasta desaparecerlo bajo la propia altisonancia del discurso cada vez más alienado y ajeno. Las seis piezas de Mural no son menos iconoclastas con otras sacralidades simbólicas tan concretas como los “atributos y símbolos patrios”, resguardados en sus forzadas dimensiones inamovibles, cual encarnaciones embozadas de la idolatría.