Stories (ES)

Carlos Quintana

Diario de alucinaciones: escarbar en la realidad y hurgar entre fantasmas

Por Suset Sánchez

…alguien me saca de mi sueño. Medio dormido todavía veo parado frente a mí a un hombre que, como yo, también está desnudo. Me mira con ojos feroces. Veo en su mirada que me tiene por enemigo mortal. Pero esto no es lo que me causa mayor sorpresa, sino la búsqueda febril que el hombre acaba de emprender en espacio tan reducido. ¿Es que se dejó algo olvidado?

-¿Ha perdido algo? –le pregunto.

…-Busco un arma con que matarte.

-¿Matarme…? –la voz se me hiela en la garganta.

-Sí, me gustaría matarte. He entrado aquí por casualidad. Pero ya ves, no tengo un arma.

-Con las manos –le digo a pesar de mí, y miro con terror sus manos de hierro.

-No puedo matarte sino con un arma.

-Ya ves que no hay ninguna en esta celda.

-Salvas la vida –me dice con una risita protectora.

-Y también el sueño –le contesto.

Y empiezo a roncar plácidamente.

Virgilio Piñera. Una desnudez salvadora

Como los personajes de Virgilio Piñera, las obras de Carlos Quintana portan ese signo ambiguo que constituye el absurdo, la apariencia extrema de una narración basada en la descripción de las pasiones humanas. Su pintura se consuma en el acto de desvelar, una y otra vez, lo que esconde la subjetividad de alguien que experimenta perennemente el ansia incontenible de vivir el furor exaltado de su propia pasión. Justamente ese empaque visceral de las obras del artista, nos sitúa ante la duda sobre los límites, las fronteras donde termina la crónica de la realidad y comienza el territorio de lo onírico, ¿acaso diferentes?

Carlos Quintana suele construir imágenes de un tipo que pudiéramos denominar “incómodo”, visiones de una descarnada resistencia que no admite –y así lo declaran a gritos sus lienzos- convenciones y formalismos impuestos por la histórica coerción cultural. Sus obras transpiran ese rango de obscenidad que se halla en la transparencia de un discurso que ha dinamitado los márgenes que separaban al «hombre público» del «hombre privado». Él hace de lo supuestamente censurable, por pertenecer al espacio recóndito de la voluntad individual que no ha pactado con una dinámica democrática, un canto de sinceridad poética.

Obviamente, se trata de una obra que emerge del laberinto complejo de una autobiografía. Pero más allá de crear un relato grandilocuente sobre el sujeto, las imágenes de Quintana nos guían a los parajes de la deconstrucción de un imaginario. Sus composiciones existen a través del fragmento de motivos que pudieran provenir lo mismo de una conciencia popular colectiva, de la oralidad criolla, de los registros canónicos de la cultura occidental, del pensamiento oriental, de los anhelos persistentes, de las pulsiones sexuales…

En todo caso, a través de veladuras y empastes, en sus piezas deambulan los retratos de sus obsesiones, las visitaciones de los muertos que acompañan los rituales en la Regla de Ocha, un listado de ancestros que, cual árbol genealógico, son clasificados y muestran su estirpe guerrera en cazuelitas multiplicadas. Tal vez, es que en su pintura fija Carlos Quintana la memoria que se le quiere escapar, o realiza un exvoto para mejorar el diario bregar; con ello, él rememora y hace recordar. Las suyas son anécdotas mínimas que se confunden en la madeja de los grandes relatos de la Historia: una carabela surca sus telas para que no olvidemos cuándo comenzó la epopeya de las miradas diferentes.

A veces topamos con personajes solitarios, empecinadamente abstraídos, como sacados de un mundo fantasmagórico, provenientes de los sueños del autor. Entre trazos expresionistas y un poco de bad painting, se reconstruye la anatomía anárquica y deforme de espectros apenas esbozados, cuyas siluetas parecen flotar en el vacío. Ellos habitan el cuadro ajenos a todo, a la mirada impertinente y curiosa, extasiada y confundida del espectador. Residen en un espacio etéreo como ánimas que levitan, insomnes presencias que aún cuando ya no estemos frente a la obra, nos acompañarán varias horas encarnando la sombra de un enigma.

En muchas ocasiones, las composiciones devienen una representación psicodélica. Se agolpan y amontonan figuras, textos, vestigios de paisajes, un palimpsesto de imágenes que parece mostrar las bifurcaciones de un viaje más allá de la conciencia del individuo, hacia los terrenos vedados a los no iniciados en los misterios de una fe, de un credo. Como en un ajiaco reverberante, en esas pinturas se asoman cuerpos, rostros, máscaras, las huellas utópicas de un espacio arquitectónico relacionado con la obra del artista. Quintana dibuja, mancha, borra, el gesto remeda las disposiciones del pensamiento. A través de las figuras que salen de su mano, el creador exorciza el tiempo. Para él se han desmoronado las sintaxis de categorías como pasado, presente y futuro, pues al final existe la obra como espacio perenne en el que entra y sale, en el que sufre y goza, en el que yace, muere y resucita sin preámbulos ni rituales. Su obra es el alter ego envidiado, que se atreve a dialogar con lo institucionalmente prohibido por el habitus colectivo, que se regodea en la transparencia intrusa, moralmente inadecuada, siempre retadora, totalmente exhibicionista.

Sin embargo, pese a la bofetada descarada que recibe el espectador, resulta innegable la belleza de ese performance de crudeza y sinceridad, el lirismo sin pretensiones edulcorantes del carnaval de apariciones que se festeja en las obras de Carlos Quintana. Tal es así, que muchos podríamos descubrirnos en un intento de travestismo frente a los personajes de los lienzos de este artista. Porque ellos son atrevidos, incorrectos, deliciosamente pornográficos en su ostentación de un cuerpo originario que ha extraviado incluso el signo de la sexualidad como norma sociológica. Precisamente, quizás radique en ello el hecho de que resulte difícil observar en los personajes de Carlos Quintana el retrato tomado de la “realidad”. Rostros, actitudes, escenas y relaciones en la composición, parecen convertirse en las máximas de algunas fábulas antiguas referentes al sentido de lo humano, donde el hombre se interroga sin que lleguen las respuestas, donde los destinos no se han fijado puesto que se ha reconocido la existencia como tránsito.

Junto a las imágenes, bien elocuentes son las palabras en la obra de este artista. Los textos allí tienen el don de ser una clave potenciada de resistencia y subversión. Frases como “mira, estoy metiendo la mano en la candela”, o “esta es la patica por la que voy a empezar a comerte toda, amiga mía”, en su pletórica sencillez, exteriorizan el regodeo desacralizador de Carlos Quintana, el rebajamiento de una norma culterana constreñida cuando de expresar con libertad se trata. Humor y sentido lúdico sitúan a este creador ante las prerrogativas del lenguaje y la narración, haciendo de sus lienzos un reproductor de sonidos que provienen de la improvisación coloquial y la espontaneidad de la jerga en el contexto social.

Lo más interesante reside entonces en la pérdida de cualquier atadura axiológica, pues las acciones, intenciones o gestos recopilados, tanto de manera retadora como natural, son el simple testimonio de una transgresión sin pretensiones que nada tiene que ver con reivindicaciones o actos de inmolación utópicos. Incluso la capacidad dialógica con la que los textos convocan al otro –pudiera ser o no un espectador-, advirtiendo, contando, invitando, llamando la atención, en un sentido intimista, a voz queda, resumen una complicidad que nos hace partícipes de la sabiduría de alguien que sabe que estamos predestinados a interesarnos en ese diálogo. Y es que al coquetear con zonas de un imaginario sobre lo vetado, lo privado, lo oculto, lo que todos pensamos y pocos decimos, Carlos Quintana parece intuir ese poder que tienen sus lienzos sobre la mirada del otro al legitimar un canon de lo informal como signo de una comunicación realmente democrática.

Un alarido de dolor, un jadeo de placer, las huellas lacerantes de la memoria agónica de cualquier existencia -por humana, imperfectamente bella. El susurro de la locura, el silbido del aire ante la evasión, las ilusiones narcotizadas. El reflejo distorsionado de lo que creemos ser o imaginamos aparentar. De esas situaciones y de algunos misterios peculiares, está hecha la topografía de un paisaje personal que conduce a las entrañas de Carlos Quintana. Sólo tal vez, quién puede saberlo…

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