Stories (ES)

José Perdomo

De la imposibilidad de desprender raíces

Por Mayvi Martiatu

La llegada de las vanguardias a Cuba, en 1927 oficialmente, supuso en el panorama artístico, una negación de todos los presupuestos y ganancias que había establecido la Academia. Pese a ello, las primeras experimentaciones de la avanzada moderna tuvieron lugar en géneros académicos como el paisaje y el retrato, colocándose algunos de sus ejemplares entre las obras identificativas del movimiento. De ellos, los más conocidos, Gitana tropical de Víctor Manuel y Paisaje de La Habana de René Portocarrero.

En el caso de los paisajes pronto se convirtieron en la plataforma de las múltiples experimentaciones pictóricas, incluso las iniciativas abstractas hallaron inspiración en ellos y hasta titularon las piezas haciendo clara alusión. La serie Aguas territoriales de Luis Martínez Pedro constituye de los ejemplos más evidentes, aunque existen otros tantos. 

En Cuba como en el resto de los países, la llegada de la postmodernidad, supuso la confluencia de movimientos y estéticas diversas, además de la vuelta y puesta en valor de aquellas manieras y temas, cuya crítica les había ubicado en un período puntual del desarrollo de las artes. En el llamado Nuevo Arte Cubano el pastiche, la intertextualidad y la parodia prontamente pasaron a formar parte de las herramientas discursivas de nuestros creadores. La representación de la realidad cubana estuvo tamizada por la presencia constante de estos actores, los que sin lugar a dudas enriquecieron el tropo artístico y lo complejizaron en ese proceso de prestaciones metafóricas múltiples. 

Entre los artistas que lograron insertar un sentido posmoderno a sus piezas, podemos citar por decenas, los que integraron las generaciones de los 80’s y 90’s. Sin embargo, José Perdomo García (Sancti Spíritus, 1961) sobresale entre ellos por la excelencia con que logra combinar el más preciso pincel académico con una postura conceptual tan posmoderna. La maestría con que descontextualiza objetos y los integra al paisaje a fin de construir una visión de la realidad que es tan inexistente como novedosa, distinguen su estrategia discursiva. Lo interesante de estas prestaciones es que, si por un lado el objeto re-contextualizado mantiene su función primigenia, por el otro, agrega en el nuevo espacio en que se ubica sentidos múltiples que no necesariamente sintonizan con su objetivo funcional.

De tal manera, Perdomo coloca aceras, luminarias, alcantarillas, bancos y demás elementos tipificadores de la ciudad en el paisaje campestre. ¿Qué significan? El transcurrir de la vida misma, la ausencia del espacio virginal, el constante toma y daca que caracteriza la vorágine en que vivimos, donde nada permanece en su sentido absoluto, primigenio, diáfano. El ambiente rural ha sido “contaminado” por rastros de ciudad y la ciudad, en franco juego ceremonioso, ha tenido a bien colocar entre su geografía yuntas, bohíos y campesinos. 

La ciudad se ha vuelto tan fría en su transitar que ni siquiera reparamos en ella, el campo tan lejano que hemos llegado a desconocerlo. Uno y otro, centro y periferia, se han impregnado mutuamente de la esencia que les distingue. El Malecón de Perdomo tiene olor a yerba mojada, su ruido, es el cantar vespertino de un gallo y el crujir de las yaguas de un bohío. Su Zaza natal draga sus aguaceros por el sistema de alcantarillas, los montes se alumbran con luz eléctrica y varios barrenderos limpian sus valles.

El ser humano en sus paisajes casi siempre está presente. Sin embargo, salta a la vista que se trata de tipos humanos específicos pocas veces trabajados formando parte de un paisaje, y es que en este sentido José Perdomo también introduce la temática social en su obra. Sus personajes son barrenderos, campesinos, pescadores, en fin, invisibilizados sociales, incógnitos en los que la premura del tiempo no detiene su retina y el pasar del turista no repara.

La elección de personajes, de arquitectura y mobiliario típico en la obra de Perdomo no es azarosa. Se trata de elevar a la categoría de protagonista aquello que pasa desapercibido en el transcurrir diario por estos ambientes, para colocar ahí el punto de mira y hacerlos notar desde su ubicación disonante. 

Justo en la medianía en que campo y ciudad se enrarecen en su propuesta, está también el ser migrante, quien lleva consigo el acervo cultural de donde proviene y que arrastra como cruz perenne. Sus paisajes citadinos son también la huella metafórica del sentir del “guajiro” desarraigado de su terruño a fuerza de sueños y ganas de prosperar. Puede que haya además un guiño sutil de autorreferencialidad, de esa necesidad involuntaria de expresar la desazón de su espíritu en medio de este “no lugar” que es para él esta ciudad. Pepe –como sus amigos le llaman– es un hombre que ha sabido beber de la sav(b)ia de la naturaleza y ha llenado con ella y de ella su trayectoria.

Su serie Breves espejismos es una oda a la melancolía, un retorno al bucolismo romántico de hace algunos siglos, la diferencia es que nuestro artífice ha ampliado el signo. Ahora, tanto en el entramado urbano como en la viña se percibe el estado de ensoñación. Se anhela disfrutar de ese paraje imaginado, el que no existe, pero que al mismo tiempo nos hace suyos de igual manera en que le hemos hecho nuestro. En medio de la disonancia y el dislate contextual de objetos y gentes, reina la calma que solo el olor a mar con trinar de tomeguines puede ofrecer.

José Perdomo
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